domingo, 27 de diciembre de 2020

Oh, roja Navidad

Hace mucho, mucho tiempo, vivía un anciano mago de gran poder, que se pasaba los días en su pequeña cabaña del bosque, leyendo libros y fumando de su pipa.

            Los lugareños que vivían cerca siempre acudían a él en busca de pociones, hechizos para la lluvia y demás, y él les ayudaba gustoso. Entre todos los habitantes del Norte, su favorito era un niño pequeño huérfano, de apenas siete añitos. Este pasaba los días con el viejo hechicero, ayudándole en lo que sus pequeñas manos le permitían y riendo cuando ‘papá’ lanzaba chispas de su cayado con las más diversas formas: conejos, elefantes, todo lo que se le ocurriera al pequeño.


El niño tenía una imaginación desbordada, cada día se volvía más difícil darle lo que pedía. Un día, dibujando garabatos, le enseñó orgulloso lo que acababa de pintar. Eran una especie de enanos de sombrero puntiagudo, orejas puntiagudas y cascabeles colgando del cuello. Se acercaba su cumpleaños y le pidió que le regalase algunas de esas criaturas, a las que llamó elfos.


El mago no pudo negarse y se pasó varios días reuniendo los ingredientes para el hechizo. Hojas de muérdago, que crecía en las inmediaciones. Hojaldre que pidió a la amable vecina. Y lo más difícil: nieve que solo se encontraba en la montaña cercana. Cuando al fin lo reunió, llamó a su protegido.


-Hijo, tengo el regalo que te prometí.


Mientras se concentraba para pronunciar el hechizo en el lenguaje antiguo, el niño reía y tocaba las palmas. Por fin tendría a sus queridos elfos.


Pero algo salió mal. El mago terminó el conjuro y el esfuerzo mágico hizo que cayera desmayado.


Cuando despertó seguía en medio de su cabaña, y notaba que algo iba mal. La puerta estaba abierta y su hogar, destrozado. Había señales de pequeñas garras y manchas de sangre por todas partes. Asustado, se levantó como pudo y corrió al pueblo, buscando a su pequeño amigo.


-¡Noel, Noel! ¿Dónde te has metido?


Llegó al pueblo y contuvo la respiración. Solo se escuchaba el canto de los pájaros, que traían consigo la melodía de la tragedia. Los cuerpos y la sangre de los habitantes regaba el suelo. Recorrió la calle principal con lágrimas en los ojos, con una brizna de esperanza en su corazón.


Naturalmente, esta se hizo trizas. En la plaza había un círculo de elfos inanimados, con las manos ensangrentadas y los rostros componiendo una siniestra sonrisa. Su corazón se hizo pedazos en el mismo momento que vio el cadáver de Noel, su querido Noel, en el centro de la escena.


Había sido su culpa. Había sido su incompetencia la que había provocado esto. A quién pretendía engañar, solo era un hechicero de tres al cuarto. Su afán por impresionar a Noel había acabado con su vida.


En ese instante, tomó una decisión. Forzó una sonrisa y estudió durante décadas, sobreponiéndose a la edad por pura fuerza de voluntad. Olvidó su nombre, olvidó todo su pasado menos aquel incidente. El nombre de Noel se repetía en su mente cada minuto, cada segundo.


Logró domar a los pequeños diablillos que se hacían llamar elfos, y los puso a su servicio. Y entonces se marchó. Se marchó a cumplir los deseos de los niños buenos, a darles a ellos lo que no pudo a Noel, a ser el papá que él siempre amó.


viernes, 11 de diciembre de 2020

Harry Potter y el sombrero seleccionador

En la concurrida taberna llamada Las Tres Escobas, en el bullicioso Hogsmeade, la puerta se abrió, dando paso a un anciano mago de holgadas y viejas ropas.


Madame Rosmerta, con su permanente sonrisa, le ofreció una mesa y un plato de comida caliente, que el extraño agradeció con un leve gesto de la cabeza. Algunos hechiceros que estaban ya con alguna cerveza de mantequilla de más se sentaron a su mesa sin pedir permiso, armando jaleo. El recién llegado simplemente comió, haciendo caso omiso a su perjudicada compañía.


Uno de ellos, con más capacidad para hablar que el resto, decidió dirigirse a él entre las risas de sus compañeros.


-¿Quién eres, viejo? No te había visto nunca por aquí.

-...

-¿No quieres decirlo, eh? Pero algo tienes que contarnos. Es tradición aquí en las Tres Escobas contar nuestra historia al llegar. ¿A que sí, chicos?


Todos asintieron, intentando mantener la compostura para no desternillarse. Madame Rosmerta se acercó con gesto enfadado para espantarlos, pero el mago le hizo una señal vaga con la mano indicando que todo estaba bien.


-¿Mi historia dices? Lo siento, muchacho, pero no soy lo suficientemente importante. Eso sí, puedo contarte una importante relacionada con la mía, la historia de Ruffus…

-¿Quién es el tormentoso Ruffus?

-Ah, mil perdones. Creo que vosotros lo conocéis por otro nombre. La historia que voy a contaros se remonta a la época en la que se fundó esta misma taberna, y nuestro protagonista es nada más y nada menos que... el Sombrero Seleccionador.


‘Nuestro viaje comienza con el nacimiento de Hengist de Woodcroft. Tal vez os suene este nombre, pues es el fundador de Hogsmeade y del lugar donde nos encontramos. Woodcroft nació más o menos cuando se creó el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Siempre fue un niño curioso, pero sin ninguna habilidad destacable. Precisamente por eso, tras ser rechazado por Godric, Salazar y Rowena, Helga Hufflepuff se compadeció de él y le ofreció un puesto en su casa, que aceptaba a todo el que no cumpliese los estándares de los demás. Agradecido, Hengist se esforzó en sus estudios, pero el pobre pasó sin pena ni gloria sus años en el colegio. Hasta su último año, donde una clandestina visita a la Sección Prohibida le cambiaría completamente.


En una apuesta con dos descarados Gryffindor había asegurado que sería capaz de encantar lo que le dijeran. Ellos eligieron el viejo sombrero de Godric Gryffindor, que estaba ya en las últimas. Woodcroft se escabulló hasta su despacho y lo cogió prestado para ir a la biblioteca, en busca de algún hechizo que le permitiese ganar la apuesta. Tal fue su mala suerte (o buena, según se vea) que encontró lo que estaba buscando en un antiquísimo libro del último estante del último pasillo de la Sección Prohibida. Un hechizo que era casi incapaz de pronunciar provocó un gran destello que llamó la atención de Helga Hufflepuff, quién pasaba por allí. Imaginad su cara al encontrar a su protegido junto a un sombrero parlante con muy malas pulgas.


Helga decidió no castigarlo, sino al contrario. Lo llevó ante sus compañeros donde lo elogió por realizar tamaño hechizo sin ayuda. El Sombrero, que fue apodado Ruffus por el joven Hendgist, sintió mucha curiosidad por las casas del castillo. Aprovechando eso, los líderes de Hogwarts le encargaron un último trabajo antes de graduarse a Woodcroft. Debía enseñarle los valores de las casas al gruñón objeto, demostrando así que comprendía los preceptos que se intentaban transmitir en Hogwarts. Así, Hendgist inició un viaje para mostrarle a Ruffus lo que significaba pertenecer a Hogwarts.


En un intento de demostrarle la inteligencia que buscaba Rowena Ravenclaw, lo llevó ante los mayores filósofos y eruditos de Europa, tanto magos como muggles.


La ambición de Salazar Slytherin se la mostró en los taimados mercaderes que buscaban siempre obtener beneficios a cualquier coste.


Para enseñarle la valentía y el coraje que defendía Godric Gryffindor, lo llevó con los herejes que seguían con sus creencias a pesar de la Inquisición.


Pero no fue capaz de transmitirle lo que trataba de enseñar Helga, pues ni él mismo lo sabía. Así puede, volvieron a Hogwarts a mostrar los resultados de su trabajo. La cabeza de casa de Hufflepuff sonrió orgullosa por el esfuerzo demostrado, a pesar de lo alicaído que estaba Woodcroft. Se llevó a ambos a las cocinas, donde estaban los elfos domésticos. Eran considerados esclavos por todos, y Hendgist no era la excepción. Pero Helga no los trataba como tal, sino como iguales. Les preguntaba por su estado de ánimo, se ofrecía a ayudarlos con sus diversas tareas y estos se lo agradecían, la consideraban su amiga y, pese a las protestas de esta, su benefactora. Fue entonces que Ruffus y Hendgist comprendieron lo que pretendía transmitirles y pudieron presentarse ante el resto para demostrar que Woodcroft era digno de graduarse de Hogwarts.


Godric, Salazar y Rowena se mostraron impresionados por el espléndido trabajo desarrollado por lo que para ellos era un simple Hufflepuff. Helga, orgullosa, les propuso algo. Como pronto se retirarían, debían tener alguien que adjudicase las casas a los alumnos, alguien que supiese tan bien como ellos lo que representaba cada una. Propuso entonces que Ruffus, el viejo sombrero de Godric Gryffindor, asumiera dicha tarea. Fue aprobado por unanimidad. Desde entonces, es conocido como el Sombrero Seleccionador.’


Los molestos magos de la mesa se quedaron callados, patidifusos. Menos por el que habló antes.


-¿Cómo sabes todo eso, anciano? Lo que nos cuentas sucedió hace diez siglos.


El viejo mago se quitó la capucha. Todos ahogaron un grito, reconociendo al fin a su interlocutor, pues todos le habían visto en los cuadros de Hogwarts.


-Soy el que llevó de viaje a aquel molesto sombrero, Hendgist de Woodcroft.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

El pirata Dosojos

El tormentoso viento de invierno azotaba los rostros de los curtidos marineros, que entrecerraban los ojos ante su embestida. Avanzaban sin rumbo fijo, por el simple placer de navegar, con la esperanza de que apareciese ante ellos algún barco de incautos al que despojar de sus tesoros. Pero pocos se aventuraban en aquellos mares, pues por todos era sabido que era la zona de pillaje más común del feroz pirata Dosojos y su tripulación de maleantes. Navegaban en el bergantín María Luisa, un magnífico barco de dos palos y velas negras, apodado así por la amada de Dosojos.


El susodicho capitán manejaba el timón con una única mano, mientras que con la otra sostenía su catalejo de abalorios oteando el horizonte. Sus compañeros de aventuras estaban sentados, aburridos. Se quejaban de llevar tiempo sin divisar ninguna presa y de la falta de bebida. Era una situación delicada. Si no obtenían pronto algún tesoro, el valiente Dosojos corría el peligro de ser tirado por la borda en un motín. El que solía conspirar contra él, el ruin Gafasnegras, le observaba desde la otra punta del navío con ojos recelosos. Desde allí le llegaba su voz, con la que instaba a los demás a abandonarlo.


-¿No estáis aburridos ya? Yo prefiero volver a casa…

-Pero Gafasnegras, tú siempre te aburres rápido. No te puedes ir, estamos en medio de una aventura.

-Si llevamos aquí sentados muchísimo tiempo… ¿no veis que no va a ocurrir nada? Todo por culpa de ese capitán inútil. -dijo, señalándole directamente.


No iba a permitir semejante afronta. Dejó el catalejo en un banco cercano y se encaró a Gafasnegras, esgrimiendo su espada frente a sus narices.


-Atrévete a repetir eso, y te mando de aperitivo a los tiburones.


Mirando receloso la espada, se alejó un poco.


-Ten cuidado con eso, le vas a sacar un ojo a alguien. Además, ¿no estás cansado tú también? ¡Tengo sed!


El resto de marineros comenzó a quejarse, coincidiendo con su amenazado compañero.


-¿Y si volvemos a casa?

-Si, esto ya es aburrido.


Viendo como se hacía trizas su tripulación y sus aventuras, Dosojos sintió desesperación. Pero en ese momento la diosa de la suerte le dedicó una cálida sonrisa en forma de tesoro. Un pequeño bote surcaba las aguas frente al María Luisa, únicamente tripulado por una especie de… gigante hembra. Era inmensamente grande, rozando los tres metros de altura, y vestía una larga falda verde, camisa blanca y un sombrero de paja de ala ancha que bien podría servirles de sombrilla de lo grande que era.


Todos se arrimaron a la barandilla del bergantín para poder observarla bien. Llevaba alrededor del cuello y las muñecas numerosos abalorios, con pinta de buenos y caros. Dosojos se relamió. Era la víctima perfecta, en el momento adecuado. Con mano experta dirigió el barco hasta situarlo en paralelo con el bote, y ordenó recoger las velas para mantenerse a su lado. Seleccionó a sus mejores guerreros y bajó por una escalera de cuerda al encuentro del engendro.


Visto de cerca, no se le podría llamar tal cosa. Vieja, si. Pero tenía una cara amable a pesar de su considerable tamaño. No parecía amedrentada por tener delante a los mejores piratas de la zona, sino más bien divertida.


-¿Qué hacen unos piratas tan buenos como vosotros por aquí? - preguntó con una voz dulce que no terminaba de cuadrar con sus dimensiones.

-Somos los Velas Negras, y yo soy su capitán Dosflores. Debes entregarnos todos los objetos de valor que lleves.


La gigante sonrió cálidamente y sacó un pequeño papel de un macuto.


-Si me decís las palabras mágicas, esto será vuestro.


¿Las palabras mágicas? Había miles de palabras, y no eran el fuerte de Dosflores. Pero por suerte contaba con Dieces, el mayor intelectual de los Siete Mares, en su barco. Este se adelantó.


-¿Por favor?


La gigante ensanchó su sonrisa, complacida al parecer. ¿Cómo demonios lo había averiguado aquel alfeñique? No importaba, al menos el tesoro sería suyo. Alargó la mano en el gesto internacional de ‘dame lo que es mío’. Ella lo depositó en su palma. Visto de cerca, era aún más pequeño. Había oído hablar de cosas así. Bi… bietes. Simples papeles que podías canjear en cualquier puerto por bienes. Al parecer eran muy valiosos. Hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros para indicarles que se retiraban. Se despidió de la amable colosa y volvió al navío. Entre gritos de celebración, izaron las velas y marcharon al puerto más cercano a festejar. Hasta Gafasnegras había dejado sus mordaces comentarios y sonreía.


jueves, 3 de diciembre de 2020

Venecia

 En su camino de vuelta pisó otro maldito charco, dejando sus pies aún más húmedos y fríos. Quién le mandaría vivir en una ciudad así. Desde luego no pensó bien en las partes malas de Venecia. Encima cada dos por tres se chocaba con algún turista que no era capaz de apartar los ojos de su cámara, que apuntaba con ansia a todos lados en un frenesí de fotos. Todos los idiomas conocidos resonaban como una irritante canción cuando cruzó la Piazza San Marcos, con sus cafeterías atestadas y las palomas mendigando migas, ya curadas de espanto en cuanto a humanos se refiere.


En serio, era un día de mierda. Estaba todo nublado, había dejado de llover hacía 10 minutos, y ya volvía a estar llena la ciudad. La gente estaba loca, y que fueran esas fechas no ayudaba. Tras un rato pudo por fin llegar a su casa. Hogar, dulce hogar. Cerró las persianas y se aisló del exterior. Se sirvió una copa de vino y se dispuso a ver su serie favorita, ignorando la algarabía que comenzaba a formarse en las calles.


Después de dos capítulos y tres (o cuatro) copas de vino, le llegó el distante sonido de su tono de móvil. Se levantó y avanzó renqueante a cogerlo con manos temblorosas. Al ver el familiar número, suspiró y lo cogió.


- ¿Diga?

- ¿Señor Bianchi? Le llamo de la consulta, de parte de su doctor, el señor Pietro.

-Ah, sí. Estuve con él hace unas horas para unas pruebas. ¿Ocurre algo?

-Verá, han llegado los resultados, y me ha pedido que venga usted lo más pronto                     posible. ¿Sería posible?

-Esto… -miró la botella a medio acabar- Estaré allí en veinte minutos.

-Muchas gracias por su comprensión, le esperamos.


Colgó sin despedirse. Agarró la botella por el cuello y la acabó. Dejó la tele encendida y salió colocándose el abrigo a las atestadas calles, repletas de turistas y lugareños vestidos con sobrecargados trajes y coloridas máscaras. Era el Carnaval de Venecia y toda la ciudad se volcaba en el asfalto para celebrarlo. Era odioso. Una fiesta ruidosa, depravada, con grandes acumulaciones de gente que no le permitían el paso y dejaban la ciudad hecha un asco al día siguiente.


Tras mucho empujón y codazo, pudo abrirse paso hasta la clínica. Allí le abrió la puerta su doctor y le hizo pasar a su despacho.


-Verá, Carlo, le he llamado para hablar de sus resultados. Siendo francos, no traigo buenas noticias. Hemos detectad...


El resto de la conversación era un borrón en su mente. Resonaban palabras sueltas en su mente en su camino de vuelta a casa. Pero sus pies decidieron tomar un desvío y se encontró de repente en el borde de la ciudad, mirando a la negrura de la laguna veneciana. A sus espaldas, algunos turistas disfrazados disfrutaban del alcohol y la música de un tugurio llamado El Antro. Ninguno le prestó demasiada atención cuando se acercó a la barandilla y se encaramó a ella. Ni escucharon el sonido del chapuzón por culpa de la canción que estaba sonando a todo volumen. Solo se le prestó atención cuando se descubrió un cadáver por los canales de Venecia siendo arrastrado por la corriente, lentamente, como una macabra procesión.


martes, 1 de diciembre de 2020

Nubes

 En los rincones de La Nación, más allá de Los Confines, que son los últimos asentamientos situados en los mapas, se encuentra una montaña solitaria, casi al borde de la existencia. No es la más alta, ni la más escarpada. Pero no tiene piedad. Ni nombre. Los pocos que saben de su existencia utilizan un gruñido para hablar de ella, pues es un tema desagradable.

En su falda podemos observar, escondido entre la neblina, un complejo vallado iluminado por grandes focos. Guardias armados recorren el perímetro, pero no para vigilar la entrada, sino la salida. No deben escapar las pobres almas torturadas que caminan hacia la montaña con picos al salir el sol y vuelven cuando ya hace horas que este se fue a dormir.

Jerik, con la mirada perdida, comía las duras gachas como cada mañana antes de trabajar. A su lado, un animado Rétal comentaba en voz baja que le habían llegado noticias de un grupo revolucionario que sabía de su existencia y que estaban preparándose para liberarlos. Imposible. El primer día lo pasó convencido de que les rescatarían. La primera semana la esperanza se mantuvo casi intacta. Pero después de 5 años allí, todo en cuanto pensaba era sobrevivir al día que se presentaba cruel ante ellos. Aun así, era admirable que Rétal tras año y medio mantuviese el ánimo.

El capataz chasqueó los dedos. No hizo falta nada más para que todo el mundo se levantase como un resorte y se dirigiese a toda prisa, pero de manera ordenada, hacia los Túneles. Cogieron los familiarmente pesados picos, las incómodas mascarillas para evitar los gases de la mina y entraron en la oscuridad. Sabían exactamente dónde iba cada uno, y el ritmo de trabajo justo para aguantar la jornada sin recibir un solo grito por parte de sus vigilantes.

A eso del mediodía, aunque era difícil decirlo sin un reloj a mano, les permitieron media hora de descanso y les sirvieron las mismas gachas que para el desayuno, aún más duras. Comían rápido, pues los gases no perdonaban a quien estuviese demasiado tiempo sin la mascarilla puesta. Y vuelta a trabajar. Golpe tras golpe, sacaban el preciado metal y lo metían en unas enormes mochilas que luego debían cargar.

¡BOOM!

La Montaña tembló con una súbita explosión y se desató el juicio final en los túneles. Comenzaron a derrumbarse sobre los trabajadores, que no tuvieron tiempo ni a gritar antes de morir asfixiados. Pero en una pequeña sección que aguantó, Jerik, Rétal y dos compañeros más se encontraron de repente encerrados en los túneles.

Esperaron varias horas, con más o menos esperanza de ser rescatados, preguntándose qué demonios había ocurrido. El alegre Rétal no paraba de temblar, con los ojos desorbitados y rascando las paredes, mientras Jerik hacía lo que podía para calmarlo y evitar que se desollase las manos.

-Rétal, seguro que son los revolucionarios que dijiste. Habrán venido a ayudarnos y nos rescatarán dentro de nada, ya lo verás.

- Im-Imposible. Vamos a morir sepultados, lo sé. ¿Por qué ocurre esto, Jerik? ¿Qué mal hemos hecho?

No supo responderle. Entonces se dio cuenta de un terrible error. En su claustrofóbica desesperación Rétal se había arrancado la mascarilla de la cara. ¿Cuánto tiempo llevaba sin ella? La buscó frenéticamente por el suelo y le obligó a ponérsela otra vez, con la esperanza de que no hubiera inhalado los gases. Había oído historias de lo que pasaba cuando lo hacías.

Las siguientes horas pasaron algo más tranquilamente, con todos rezando a sus respectivos dioses en silencio. Hasta que Rétal tosió sangre. Manchó la mascarilla en un incontrolable ataque que le dejó doblado sobre sí mismo en el suelo gimiendo.

- ¡Rétal! -Jerik se acercó a toda prisa.

-No te preocupes… -acertó a decir entre toses- ¿Te acuerdas del Sol, Jerik?

Cómo no acordarse. Pero hacía ya demasiado tiempo que no lo veía. Para él, solo existía en su imaginación.

-Estoy viendo mi pueblo, Jerik. ¿Alguna vez te he hablado de él? Una gran pradera verde, bañada por los rayos de sol y mecida por una suave brisa primaveral todo el año. Grandes caballos que la recorren y… ¡oh! Ahí están mis hijos. Qué grandes están. Me encantaba mirar las nubes con ellos. Tenían tanta imaginación. Tienes que conocerlos, amigo mío. Se convertirán en buenos hombres, sí señor.

Jerik trataba de contener las lágrimas ante las alucinaciones de Rétal y le sujetó la mano. Súbitamente, el aire se enfrió y sus alrededores parecieron cambiar de color, a una especie de color… octarino. Una figura negra encapuchada se alzaba al lado del cuerpo de su amigo.

-Hola -dijo la Muerte.

-Llévame a mí también -le suplicó el desesperado minero. Pero ella negó suavemente con la cabeza.

-No es tu momento. Pero el suyo sí.

La Muerte se inclinó sobre el enfermo en el momento exacto que exhalaba su último aliento, capturándolo para su extraña colección. Acto seguido se desvaneció, dejando a tres personas con vida en el habitáculo.

‘’Nos rescatarán. Aún no ha llegado nuestro momento. Iré a conocer a tu familia, viejo amigo. Veremos las nubes por ti. Te lo prometo.’’

Aracnofobia

 Una sombra que presagiaba la destrucción y el dolor observaba la ciudad desde una colina cercana. Habían sido advertidos por mensajero a caballo días antes, pero los habitantes de Runn eran gente sencilla y no creían en los rumores y habladurías. Solo creían en el fruto de su trabajo y lo que sus ojos pudiesen ver. Jamás se preguntaban si existía algo más allá de eso.

El mago, vestido con una raída túnica que antaño fue azul con destellos dorados, entró caminando por la puerta apoyado en su nudoso cayado de madera de peral sabio. Paseó tranquilamente por las calles de la ciudad, observando a los niños jugar, al herrero forjar y al mercader estafar. Un pequeño corro de ciudadanos curiosos le seguía de cerca, y sólo uno se atrevió a acercarse al intimidante extranjero que se dirigía a la plaza de la ciudad.

    -Oh, noble viajero, mi nombre es Len. ¿Qué te trae a nuestra ciudad? No suele venir gente de fuera.

Con la voz ronca de quien no está acostumbrado a hablar, el mago le respondió escuetamente.

    -Sólo estoy de paso, esta noche partiré de las ruinas.

Siguió su camino, dejando al hombrecillo preguntándose de qué endemoniadas ruinas hablaba aquel chalado. En fin, se dijo, mientras se fuera pronto qué más daba. Y así lo dejó hacer, dispersando a la multitud diciéndoles que solo era un pobre loco. Todos volvieron refunfuñando a sus quehaceres, pues esperaban algo más interesante, una breve distracción de sus obligaciones al menos. Hubo algunos niños que aun así lo siguieron, esperando que formase un espectáculo o les contase historias de Más Allá de la Muralla, donde solo iban los adultos mercaderes.

Sin embargo, ni una sola palabra escapó de los labios del anciano mago. Al final hasta los curiosos niños se aburrieron y se dedicaron al juego más popular entre los jóvenes de la ciudad, perseguir perros con un palo.

Llegó finalmente a la plaza de la ciudad, situada en el corazón de esta. Estaba a rebosar de gente, entre puestos de comerciantes anunciando los productos y compradores que buscaban el precio más bajo a todo.

En ese momento, evocó el mayor de sus miedos para cargar de energía su cayado. El simple recuerdo de esos múltiples ojos vidriosos, de esas cortas patas peludas y de las telas que le envolvían en sus peores pesadillas bastaron para que una gran bola de fuego saliese disparada hacia el edificio más cercano, sumiendo en silencio por un momento a toda la plaza.

Un segundo después, todo el mundo comenzó a gritar, mientras más y más esferas de llamas destruían los alrededores de la plaza. Además, lentamente comenzó un incendio provocado por estas, en el que las llamas saltaban alegremente de casa en casa, de viga en viga, lamiendo lentamente, pero sin cesar el resto de la ciudad. El mago seguía en el centro, temblando con los ojos cerrados y sudando. Era el efecto secundario de tener que invocar al Miedo para conjurar hechizos. Pero también lo hacía el Mago Más Poderoso.

Mientras los habitantes más avispados o simplemente con las piernas más largas escapaban de la prisión de fuego que se había vuelto su hogar, la ciudad se derrumbó. Se cuenta que ardió durante tres días y tres noches, y al terminar no quedó rastro de esta. El mago, que salió indemne, prosiguió su camino. Los supervivientes de sus numerosas destrucciones siguen preguntando por qué lo hace. Pero no lo entenderían. No entienden que él solo intenta ayudar, librando al mundo de esas horrendas criaturas. Y si para ello debe destruir, así sea.

martes, 3 de noviembre de 2020

El monstruo no soy yo

     No puedo dormir por las noches. Tengo demasiado miedo para pensar siquiera en cerrar los ojos más que para parpadear.


    ¿Cómo he acabado en esta situación? Durante años, he sido temido. "Papá, hay un monstruo debajo de mi cama". Ese soy yo. Sembraba el terror en el corazón de cada niño al que visitaba. Les robaba los sueños y me alimentaba de ellos. 


    Pero ahora han cambiado las tornas. No soy capaz de abandonar esta cama, me da pavor el pensar en intentarlo. Y aunque consiguiese armarme de valor, gruesas cadenas atan mis garras a las patas del catre. Provengo del Inframundo, pero la niña que duerme plácidamente sobre mi parece nacida del mismísimo Tártaro.


    Por las tardes la veo jugar con su padre a las muñecas. Actúa como una niña normal, riendo a carcajadas y cantando a coro. Preguntándole a la señora Osa si quiere más té. Qué mona, ¿verdad? Pero cuando su padre se va, su expresión cambia. Su sonrisa se ensancha hasta límites insospechados. Los ojos se mueven frenéticos para terminar clavándose en mi, casi queriendo salir de su hogar en las cuencas. Decirle maníaca se quedaría corto. Me sonríe y no puedo parar de temblar, ríe y quedo paralizado del terror, sabiendo que está pensando en cómo hacerme daño esta vez.


La semana pasada me arrancó las uñas una a una, cantando alguna canción infantil del colegio. Supongo que lo era, pues me pitaban demasiado los oídos del dolor para poder entender la letra. Acto seguido, me arañó con ellas, recorriendo mi rostro, bajando por la espalda, pasando por cada extremidad, y siempre dejando rastros de sangre por todo mi cuerpo.


    Lo más horrible es la angustia. El dolor es algo temporal, pero el miedo a no saber qué noche atacará ni cómo lo hará, es demasiado hasta para alguien como yo. Tras cada sesión no puedo evitar llorar en silencio. Qué vergüenza ¿Por qué no grito, intento llamar la atención de los padres? Es sencillo pero brutal: lo primero que hizo fue cortarme las cuerdas vocales y la lengua, por lo que casi me ahogo en mi propia sangre, pero muy a mi pesar no puedo morir tan fácilmente. Siempre lo he considerado una ventaja, pero está siendo mi perdición.


    Espera. Escucho pasos. ¿Es ella…? Ahora que había conseguido liberar una mano para pedir ayuda. No me imagino que hará cuando lo descubra. Se está abriendo la puerta. Ahí está, ella sola. Por favor, no me recordéis, pues es la única manera de acabar con mi sufrimiento…

lunes, 19 de octubre de 2020

¡Han venido los Reyes!

 El pequeño Martín se levantó con los ojos como platos y una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Han venido los Reyes!, exclamó, mientras se ponía un viejo batín con infinidad de manchas y salía corriendo al pequeño salón. Sus padres salieron de la habitación, con el semblante triste pero intentando fingir una sonrisa. Cuando el pequeño llegó al salón, se encontró con un único muñeco, el típico Action Man, pero con un brazo menos y la pintura arrancada en muchos puntos. Sus padres se miraron entre ellos, preocupados, mientras él cogía el muñeco. Durante un segundo todo quedó en silencio.

La risa del niño lo rompió. Se giró a sus padres, levantando el muñeco con sus diminutos brazos y una sonrisa aún mas grande si cabe. Se lo mostró triunfante.

-¡Mira papi, mira mami! ¡Lo que pedí!

Acto seguido se puso a recorrer el salón con el juguete, haciéndolo luchar contra monstruos y villanos solo presentes en su imaginación. En media hora había rescatado 5 princesas, derrotado 7 malos y salvado el mundo unas 3 veces. Todo esto ante la mirada de sus padres, que, con lágrimas en los ojos, se habían sentado en las dos sillas que constituían casi todo el mobiliario de la estancia. Daban gracias y a la vez se lamentaban de no poder darle más.

domingo, 29 de marzo de 2020

Malditos ojos

Esos condenados ojos. Hasta cuando me apuntaba con una pistola, a escasos momentos de tomar mi vida, tenía esa mirada indiferente, pero una indiferencia superior. Se sabía mejor que yo. Y por eso le importaba tan poco acabar conmigo.

Cerré los míos, preparado, esperando ver mi vida pasar. Pero no ocurrió. Como si de una maldición se tratase, solo pude ver esos ojos. Todas y cada una de las veces que se habían topado con los míos. Desde que nos conocimos de pequeños en el colegio, hasta cuando vio mis manos manchadas de la sangre de sus padres.

Nuestra historia se remonta a hace muchos años. Coincidimos en el colegio, él proveniente de una familia rica y yo de una bastante más humilde. Ya entonces me miraba por encima del hombro, sabiéndose superior en estatus. Tal vez eso fue lo que hizo que me invitase a su casa, la pena. Porque compasión tampoco era. Sólo lo hizo para su propia satisfacción, probablemente. Cómo le odiaba ya entonces. Pero sería estúpido no aceptar su invitación, me dijeron mis padres. Por mucho que fuese una falsa compasión, esa relación me abriría muchas puertas en el futuro. Y un cuerno.

Su mundo se sostenía en las apariencias. Y a medida que pasaban los años, fui dándome cuenta de esto. De como me miraban sus padres. Del desprecio en sus ojos. Pero de sus labios solo salían palabras en apariencia amables, formadas con sus lenguas de serpiente. Y todo por la situación en la que había nacido, por la falta de riqueza de mi familia. Ese desprecio, esa superioridad me hizo desear ser como ellos. Tener ese dinero. Sólo se me ocurrió conseguirlo robándoles.
Como no podía ser de otra manera, salió mal. Entré en mitad de la noche, pero estaban los padres despiertos. Me asusté, y tenía un cuchillo en la mano. No recuerdo ni como pasó, para cuando volví en mí, yacían delante dos cadáveres, y mis manos estaban llenas de sangre. Escuché unos pasos apresurados, y por la puerta aparecieron aquellos ojos, pero con mucha más inocencia que los de ahora. Fue en ese momento donde desapareció toda esa inocencia. No pudo ni moverse de la impresión, solo eran sus ojos desorbitados moviéndose frenéticamente, del cadáver de sus padres, a mi cuchillo, a sostenerme la mirada.

Inmediatamente supe que tenía que salir de allí. Y una parte de mi supo con certeza lo que iba a suceder años más tarde. Abrí los ojos. Si iba a morir, al menos vería esos malditos ojos una vez más. Me sostuvo la mirada durante un instante. Y apretó el gatillo.


sábado, 28 de marzo de 2020

Espera


Hacía frío. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí sentado? No importaba. Seguiría esperándolo. Tenía que hacerlo.

Había visto caer las hojas del árbol del jardín varias veces. Y cada vez habían vuelto a salir, siempre bajo mi cansada mirada.

Todos los días ella me traía algo de comida. Aunque no quería moverme del sitio por si justo aparecía, mi instinto de supervivencia me hacía comer y beber aunque fuese un poco. Lo más rápido posible, no fuese que volviese en ese mismo momento. Mientras comía, ella me acariciaba, me decía ‘buen chico’. A veces caían pequeñas gotas de sus ojos. ¿Qué le pasaría? También me decía que no volvería, que entrase dentro a jugar con los niños. Me lanzaba mi pelota favorita, pero no iba a conseguir que yo dejase de esperar. Se que en algún momento aparecerá. Me lo prometió.

Un día se reunió el resto de la familia en el jardín, todos vestidos de negro. El hijo mayor me levantó en brazos, y aunque no quería moverme del sitio, no tenía casi fuerzas para resistirme. Fuimos a una especie de parque, pero en lugar de pasear como solíamos hacer, estábamos con mucha más gente y de los ojos de todos caían gotas, hasta de la pequeña de la familia. Muchos se acercaron a acariciarme, con caras largas. Espero volver pronto a casa, a esperar en mi sitio a que vuelva. Tal vez en ese tiempo fuera haya vuelto. Cuando se paró el coche en el garaje, salí corriendo por toda la casa, ladrando, para avisarle de que ya había llegado.


Pero no hubo respuesta. La casa estaba tan silenciosa como siempre. Sólo se escuchaban los pasos de los demás, dirigiéndose cada uno a su cuarto, sin decir nada. Así que volví al jardín, debajo de aquel viejo árbol, a esperar. 

Hasta que apareciese.

miércoles, 11 de marzo de 2020

La Puerta


Miré al suelo. Había balas, muchas balas. Al menos, lo parecían, ya que eran de color rojo y la mayoría estaban deformes. ¿Qué había pasado allí para que hubiese tantas? Una palmada en la espalda me sacó de mis pensamientos.

-¿Qué, ha sido o no buena idea venir aquí?

Miré atrás. Ahí estaba Rafa, uno de mis mejores amigos de la universidad. Tras él, el resto del grupo entraba y salía de los distintos barracones. Barracones. Ah, ahora se acordaba. Había ido con su grupo de la facultad a visitar una base militar abandonada cerca de la costa.

En respuesta a Rafa, simplemente me encogí de hombros. Unos gritos llamaron mi atención, y al girarme me dio la sensación de que el mundo iba más lento. A lo lejos, se acercaba una tormenta. Una tormenta de cabello pelirrojo, piel clara y sonrisa permanente, que se acercaba dando saltitos como si de una princesa Disney se tratase, tarareando alguna canción. Iba vestida con unos pantalones a rayas blanco y negro, y una sudadera claramente más grande que ella. Se la había prestado yo.

Un codazo en el costado me devolvió a la realidad. Molesto, me giré a Rafa, quien me miraba con una sonrisa picarona en los labios.

-Deja de quedarte mirando embobado, y atento porque nos está llamando.

Es cierto, venía hacia nosotros saludándonos con el brazo. En un momento se plantó a nuestro lado, dando botes emocionada.

-¡He encontrado una cosa muy chula, venid a verla conmigo!

Otra palmada en la espalda por parte de Rafa me impulsó hacia delante.

-Ya va él, yo prefiero seguir explorando un poco más por aquí.

Rafa me sonrió, como diciendo ''ya me lo agradecerás luego''

Alejandra, la chica pelirroja, le sacó la lengua a Rafa y me cogió de la mano, tirando de mí en la dirección desde la que había venido ella. Casi se me corta la respiración.

Después de un par de giros, llegamos a una zona más abierta, donde había una pista multideporte: fútbol, baloncesto y tenis. ¿En serio era necesario esto en una base militar? Tenían hasta una piscina, que se veía a lo lejos. Pero al parecer, no era nada de esto lo que había llamado la atención de Alejandra, quien me dirigía hacia lo que parecía el marco de una puerta. Sólo el marco, de un metal bastante oxidado, y colocado en medio de la nada.

Alejandra me soltó y corrió hacia la puerta.

-¿No te parece lo más aleatorio que has visto en mucho tiempo?

Desde luego, era más interesante que unos barracones medio derruidos. Pero seguía pensando en por qué había tantas balas rojas en el suelo antes...

Bueno, tampoco tenía sentido preocuparme, así que saqué el móvil para hacerle una foto a Alejandra, que estaba mirando la puerta de espaldas a mi.

Al encender la cámara y apuntar, me quedé sin palabras. Dentro del marco de la puerta no se veía el paisaje del bosque en el que estaba localizada la base. Se veía una playa, con un mar con las aguas cristalinas, con pequeñas olas que acariciaban la arena inmaculada.

Al levantar la cabeza de la pantalla, no vi nada de eso. ¿Sería mi imaginación? Pero no, ahí estaba, en la pantalla de mi teléfono.

Dubitativo, me acerqué al marco, mientras Alejandra me miraba extrañada. Alargué una mano al interior, y para mi sorpresa ésta iba desapareciendo a medida que pasaba por el marco, además de notar una suave brisa en mis dedos.

-Vamos.- dije, con una seguridad en la voz que no estaba seguro de dónde venía.

En otro arrebato de valor, le cogí la mano. Ella, pese a que seguía muy sorprendida, me siguió. Juntos, cruzamos la puerta, para aparecer inmediatamente en una playa paradisíaca. El suave sonido de las olas al romper era lo único que se oía. Mirando atrás, sólo estaba el mismo marco oxidado, con lo que parecía una jungla detrás. Sólo para asegurarme, miré hacia la puerta a través del móvil. Vi la base militar dentro de ésta.

Vale, seamos racionales. ¿Cómo hemos acabado aquí? ¿Se cerrará esa puerta al cabo de un tiempo? Deberíamos ir con cui- el grito de Alejandra cortó estos pensamientos.

-¡¡VAMOS A BAÑARNOS!!

Sin que me diese tiempo a reaccionar, Alejandra se desnudó, revelando el bikini negro que llevaba debajo, y salió corriendo al grito de ''Ay que ilusión''.

Dando un sonoro suspiro, me cambié rápidamente y la seguí. Viéndolo de otra manera, era una buena oportunidad de acercarme a ella. Ya me preocuparía más tarde por la puerta.

Al cabo de unas horas, estábamos los dos tirados en la arena, disfrutando del sol, hasta que empezó a anochecer. Nos vestimos otra vez, y con las manos entrelazadas cruzamos la puerta de vuelta. Una vez en la base, me llamó la atención la hora que marcaba el móvil. ¿Sólo habían pasado 40 minutos desde que se marcharon?

Apareció Rafa por una esquina, con cara de preocupación, pero se le iluminó la cara al vernos.

-Llevamos media hora o así buscándoos, ¿dónde os habíais metido?

Alejandra y yo le miramos enigmáticamente, y solo le dimos respuestas vagas. Ambos acordamos antes de volver que la puerta sería nuestro pequeño gran secreto.

Al día siguiente...

Alejandra y yo hemos vuelto a la base militar dando un agradable paseo, cargando con los aparejos para la playa, listos para pasar el día tumbados en la arena y chapoteando en el mar. Sin embargo, al llegar a la pista, no hay ninguna puerta. Por más que buscamos, no estaba. Ni siquiera había marcas en el lugar donde estaba colocada ayer.

Ella se pasó los siguientes meses quejándose de no haber podido ir más a aquel sitio. A mi también me fastidiaba, pero con el recuerdo tan bonito que tengo de aquel lugar me basta y me sobra.