sábado, 18 de diciembre de 2021

Disco Inferno

«Ella ha estado bailando en tus sueños.

Ordenando sin mover los recuerdos.

Una vida nueva, a la orilla.

Despierta».


    Y despertó, envuelto en un rebujo de mantas y sudor, un grito sostenido en los labios resecos. La respiración tardó unos segundos en acompasarse, al mismo tiempo que su cerebro frenaba aquella carrera, victorioso en su desdicha, contra las pesadillas. Maldita sea, el vaso de la mesilla está vacío.


    Uno, dos y tres toques en la puerta.


    —¿Desea el señorito que le sirvan el desayuno en la cama?


    «Deseo que estos demonios desaparezcan y poder descansar».


    —Sí, gracias. Encarga también un baño, Albert.


    Los pasos se alejaron de la puerta, con diligencia pero sin prisa, a cumplir sus órdenes. Pronto volvieron, acompañados de un delicioso aroma a pan recién tostado y zumo exprimido con unas manos callosas. Un vrai délice.


    Las clases matutinas olían a libro viejo y tabaco barato, amenizadas por aquella tos que no podía augurar nada bueno. Una breve disculpa y aquel tutor abandonó la sala, negando su evidente estado con tristes excusas y escudándose de él con cigarros mal liados.


    Sus propios pasos lo acercaron al pozo. No al metafórico del cual salían oscuros pensamientos. Uno real, de gran profundidad y su seguro para abandonar el mundo. ¿Sería aquel el día? ¿Uno en el que se atrevieran sus pies a saltar?


    Sus propios pasos lo alejaron del pozo. Decepción tras decepción. Estaba claro que la cobardía era la mayor de las guerreras.


    Volvió a aquella cama, refugio y campo de batalla a la vez. Volvió a dormir, buscando aquella familiar sensación y la voz que lo perseguía noche tras noche.


«Ella sigue bailando en tus pesadillas.

Ordenando, desechando algunos recuerdos.

Una nueva vida, con el agua al cuello.

Despierta».


    Por fin, no despertó.


lunes, 29 de noviembre de 2021

Memorias de Frederic

¡Ah, la noche! ¡Qué paz, qué tranquilidad! Desde luego, no hay mejor momento en todo el día que cuando éste termina. ¡Sol, vete!, que ahora es el turno de la Luna de salir a jugar

    Aunque, mientras otros se divierten, uno ha de salir a trabajar. Así lo quiso el Mago, quien hizo de mí algo más que instinto animal. Una suerte habérmelo topado, si me preguntas.

    ¿Qué parte de la noche me gusta más? Bueno, esa es una pregunta muy poco específica, querido colega. Sin duda, te referías a qué parte del trabajo, ¿no es cierto? Aun así, el espíritu romántico que habita en mí se ve obligado a responder a la primera formulación: por supuesto, no son los colores. Podría ser la banda sonora tan peculiar que solo los habitantes de la noche alcanzamos a oír. Pero, sin duda alguna, lo mejor es el aroma nocturno. Me explico: ¿cuándo sino se tiene la oportunidad de apreciar en todo su esplendor los jazmines, las petunias o las budelias?

    Ahora, mi trabajo. Podría decirse que es sufrido (la labor de cualquier repartidor lo suele ser), pero uno se acaba acostumbrando a las exigencias físicas. Además… sí, tienes razón. Tal vez debería ofrecerte primero un breve resumen de mi oficio.

    Yo reparto conocimientos, amigo mío. Viajo de noche, al cobijo de la oscuridad, en busca de aquellos ávidos o necesitados de saber. Y, si se tercia, alguna poción cortesía de la casa. Aún a día de hoy me pregunto cómo sabe el Mago de las necesidades de cada aventurero…

    Por supuesto, las condiciones de trabajo son inmejorables. Los vuelos con la brisa nocturna acariciando mi plumaje son un privilegio del cual todo el mundo querría disfrutar. Y con este fantástico macuto de cuero (hechizado por el Mago en persona), ¡ni siquiera noto el peso de los paquetes que porto! Por no hablar del salario; el Mago es increíblemente generoso, créeme.

    Aparte de eso, tengo otros proyectos entre alas, si me permites la expresión: nada más y nada menos que mis propias memorias. Considero que la mía es una historia que merece la pena que sea contada y de la que hay mucho que aprender. Tal vez suene pedante esta afirmación, pero nada más lejos de la realidad. ¡Soy un búho hecho a sí mismo!

    ¡En fin! El deber me llama, mi plumífero camarada. Espero que la caza de esta preciosa noche de cuarto creciente sea productiva. ¡Hasta la próxima!


sábado, 25 de septiembre de 2021

Historia de un hōkan

 -¿Kiharu, has terminado de prepararte?


La voz de su hermana mayor lo devolvió a la realidad. No, no había terminado, y debía darse prisa. Con manos veloces y precisas terminó de maquillarse, y se paró frente al pequeño espejo al acabar. Todo estaba en su sitio. La piel, ahora nívea, lo hacía parecer un cadáver danzante. 


Salió de la habitación a encontrarse con Mineko. Ella, amable, sonrió al verlo. A la dueña de la casa de té, en cambio, le cambió el rostro a una expresión de asco y horror absoluto, como cada vez. Estaba bien. Estaba acostumbrado.


Las despidió con una bendición, dirigida únicamente a Mineko. En la puerta les esperaba un lujoso coche negro, con un chófer vestido de manera impoluta que les abrió la puerta sin mediar palabra. Cruzó miradas con su hermana, pero esta mantenía una expresión neutra, pensando ya en el destino. Sin más ceremonia, se montaron en el automóvil y este arrancó.


El tráfico de Kioto, como era habitual, era lento. Su hermana mantenía los ojos cerrados, como durmiendo, así que su único entretenimiento era observar a las personas comunes que andaban por la calle en ese momento.


Vio a una mujer joven trajeada salir de una cafetería corriendo, cargando cuatro cafés para llevar en un precario equilibrio. Pudo observar a un pobre mendigo pidiendo en el límite de un callejón oscuro como la boca de un lobo. También pudo ver como todos los transeúntes se desviaban ligeramente para alejarse de aquel desgraciado. En muchos callejones se sucedían situaciones similares, y se obligó a aprender los rostros de todos aquellos marginados, pues él también fue así.


En ello estaba cuando uno de los rostros se le hizo familiar. Un hombre de mediana edad vestido de traje increpaba a uno de aquellos mendigos por ‘ponerse en su camino a propósito’. Aireado, le acertó una patada en el costado y el pordiosero se retorció de dolor en el suelo. El resto de la gente en la calle paró un segundo para observar y luego siguió andando como si nada. Pero no tuvo tiempo de sentir rabia por aquel desdichado, pues el hombre que le había golpeado le estaba mirando. Directamente, pues el cristal no estaba tintado. La sorpresa se veía en su rostro, y con horror creciente se dió cuenta de que ese hombre era a quien había asaltado en un callejón poco conocido del centro, tras ver que estaba algo borracho y era presa fácil.


Se agachó en el asiento en ese mismo instante, y además tuvo la suerte de que el tráfico comenzó a fluir más rápidamente. Con el corazón en un puño, se alejaron de aquella aparición de su pasado que le perseguía.


Según avanzaban, los recuerdos a partir de ese momento fluyeron sin cesar. Recordaba cuando se coló en la casa de té de la manera más sigilosa que pudo y aún así lo pillaron. Por algún milagro que seguía sin saber explicar, la gruñona dueña decidió mantenerlo. El entrenamiento fue duro, casi inhumano, pero al menos no tuvo que vivir más en la calle. 


Media hora más tarde, en las afueras de la ciudad, el coche aparcó frente a una gran mansión blanca. Un par de guardias flanqueaban la entrada, pero no hicieron el más mínimo gesto de detenerlas cuando cruzaron el portal. Una vez dentro, una criada les guió por los laberínticos pasillos, hasta una puerta de madera decorada con intrincados motivos. Las dejó allí y volvió por donde había venido, murmurando una despedida formal.


Antes de entrar, Mineko le puso una mano en el hombro con cuidado.


-Todo irá bien.


Él asintió. Se miró rápidamente en un espejo cercano y volvió a asentir, esta vez con más confianza. Llamaron a la puerta y una voz les indicó que pasaran.


La estancia estaba poco iluminada. Había varios muebles de aspecto lujoso, un candelabro que colgaba del techo y una barra de bar tras la que se situaba un camarero limpiando vasos. Lo más destacable, sin embargo, eran los dos imponentes hombres sentados en sillones en el centro de la sala. Grandes, gordos y sudorosos, los Reyes del Subsuelo de Kioto esperaban con sendas copas de sake en las morcillas que tenían por manos. Sonreían, mirándoles de arriba abajo.


Mineko dió un paso al frente, aparentemente calmada. Sin mediar palabra alguna, se colocó el shamisen* entre los brazos y comenzó a tocar la habitual dulce melodía. Ambos Reyes asintieron, complacidos. Él esperó su turno pacientemente.


La canción terminó y su hermana se alejó a colocar el incienso que marcaría el tiempo del que disponían los hombres de su compañía. Un intenso olor invadió la estancia, a la vez que daba unos pasos para situarse frente a ellos. 


Lentamente comenzó su danza, al ritmo de la música que tocaba Mineko. En esos momentos él divagaba, se dejaba llevar por la melodía y bailaba con pasos aprendidos a base de palizas y gritos. Por supuesto, no podía fallar. Lo llevaba en la sangre, decía la dueña de la casa de té a pesar de la repugnancia que le provocaba un hombre geisha.


Todo iba bien. En un giro de su cuerpo pudo ver como Mineko sonreía con sinceridad. Todo iba bien. Todo iba demasiado bien.


La puerta se abrió, pero él no interrumpió su danza. El corazón comenzó a latir con fuerza cuando reconoció al hombre que había pateado al mendigo, el hombre que le escupió en la cara desde el suelo del callejón antes de que huyera con todas sus pertenencias. 


Aquel hombre le había reconocido, se le notaba en la expresión. En absoluto silencio se acercó a uno de los dos peces gordos, al de la derecha. Le susurró algo al oído, y su expresión pasó de la calma a la furia. Sólo pudo escuchar fragmentos de la conversación, entre ellos hōkan* y sucia rata callejera. El hombrecillo se apartó mientras su jefe metía la mano en una caja ornamentada sobre una mesilla a su lado. La sacó, sujetando una bellísima pistola.


Su mente, que hasta ese momento iba a mil por hora, dejó de pensar. Dejó de sentir. Hasta le sorprendió lo poco que lamentaba aquel final.


Siguió bailando, pues era la única dignidad que le quedaba.


Siguió bailando, con una pistola apuntando a su cráneo y un dedo apretando el gatillo.




martes, 3 de agosto de 2021

El brote

Centenares de periodistas se agolpan en los transportes, tratando de conseguir un puesto privilegiado para grabar el acontecimiento del siglo: la muerte de un planeta.

El señor Theophilus me insistió una y otra vez en que debía conseguir la exclusiva, que catapultará mi carrera. Como si me importara mi carrera a estas alturas. Solo quiero que acabe esta pesadilla. Me tiene agotado.


Por suerte, tengo mis contactos. La mañana del día señalado me levanto sin ganas. Bajo a llenar mi estómago de esa asquerosa mezcla que sirven en este planeta. Uriah, conductor asociado de UBR, está tranquilamente fumando junto a la puerta. Me saluda sonriendo.


—Eh, Ad. Por fin ha llegado el día, ¿eh? Podremos volver y quitarnos de una vez el polvo de las botas.


Asiento, sin ganas de charlar con el animado tanoviano. Si, volver a casa. Eso estaría bien. Reviso mis cosas antes de ponernos los trajes aislantes. Joder, la funda de la cámara. Me giro a Uriah.


—Ve preparando el Tracer. Tengo que volver a la habitación. —Sin esperar su respuesta deshago mis pasos de vuelta a las escaleras.


Introduzco la tarjeta del hotel en la ranura correspondiente. Suena el satisfactorio clic y entro, dirigiéndome directamente a la maleta donde se que está la dichosa funda. La saco, malhumorado. ¿Eh? ¿Que hace ese papel ahí? ‘Impídelo’. ¿Qué es esto? Bah, seguro que es una broma de Uriah. Será gilipollas. Lo tiro a la basura, guardo la funda en la maleta y salgo de la habitación, asegurándome de cerrarla bien. No me van a tomar el pelo dos veces.


Tras ponerme el traje de seguridad y hacer que uno de los empleados del lugar lo revisase, salgo a la seca atmósfera. No corre el viento, no hay verde. Solo tierra quebrada, árida, sin vida. Voy levantando el polvo asentado después de años a mi paso, buscando donde demonios ha aparcado Uriah. Saludo sin demasiada efusividad a algún periodista conocido de otras cadenas de camino, hasta que por fin encuentro el vehículo y me monto en él.


Ir con Uriah tiene sus pros y contras. Pros: vamos nosotros dos solos, no tengo la necesidad de hacer el viaje encerrado en un bus, apelotonado con otros cincuenta sudorosos reporteros. Contras: no se calla la puta boca. 


—Menos mal que me he traído este disco de Karavana para el camino. Aquí la radio es una basura, se escucha siempre entrecortado. ¿Has escuchado esta canción? Es perfecta para cantarla, espero que no te moleste.


—Me molest…


—¡NECESITO QUE TE VAYAAAS, ESTÁS LLAMADO LA ATENCIÓÓÓÓN!


Ni caso. Me coloco los cascos para insonorizarme y poder ignorarle hasta que lleguemos. Otro detalle es la velocidad a la que conduce. Casi nos salimos dos veces del camino, pero el cabrón solo se ríe y acelera mientras canta.


—¡Y HOY, SIENTO QUE ME VOY, QUE TOCO EL SUELO!


Me sujeto como puedo al asiento, aguantando las ganas de vomitar. Cuando por fin llegamos lo dejo salir todo, encima de las ruedas de ‘su pequeñín’ para gran disgusto de Uriah.


—Lo había lavado hoy…


Recuperado del mareo, le dejo allí entretenido en limpiar mi destrozo y me acerco al despliegue de medios que se ha formado en la colina. Menudo revuelo por un puto árbol. Nos hemos cargado todos los del planeta, ¿qué más da el último ya?


Pero como nuestra raza es hipócrita por naturaleza, ahora tenemos a todo el planeta Tanovia frente a sus pantallas llorando por algo que hemos hecho nosotros mismos. Ahora todos son defensores de la naturaleza, ¿eh? Qué casualidad. Pero mi trabajo es simplemente llevarles esas imágenes y eso voy a hacer. Consigo hacerme hueco en las primeras filas del círculo que se ha formado alrededor del viejo kiri que se alza en la colina. Limpio la lente y la funda antes de montar bien la cámara y me preparo para el momento.


Una comitiva de la Comunidad, la máxima autoridad en este moribundo planeta, sube acercándose al kiri. Todo el mundo se hace a un lado, de repente solemnes. Ruedo los ojos, disgustado, y comienzo a fotografiar el momento.


Au. Que dolor de cabeza de repente. Cierro los ojos, intentando centrarme para seguir con las fotos. Pero cuando abro los ojos, todo el mundo se ha desvanecido. Solo estamos el árbol, una señora de piel verde apoyada en este y yo. Se me acerca con su vestido blanco ondulando con el inexistente viento.


—¿Vas a permitir esto? — su voz era tranquila y melódica, la mejor manera de describirla es… primaveral.


—¿Perdona, te conozco?


—Tú, —ignora mi pregunta por completo y sigue hablando.— tú tenías planes. Tenías ambición y un buen corazón. Un joven ejemplar, defensor de lo justo y honesto.


—No queda nada de esa persona, señora.


—¿Qué pasó con ella?

Pienso durante un segundo antes de responder.


—Se cansó.


Cierro los ojos. A lo mejor cuando los vuelva a abrir estaré otra vez entre todos los compañeros de profesión y podré terminar y volver a casa. Por supuesto, cuando los abro sigue allí, mirándome serena. Señala al árbol.


—Debes salvarlo. Debes hacer lo correcto.


Suspiro. 


—Mire, eso está muy bien, pero no va a cambiar nada. Ahora, ¿puedo volver a donde estaba? Estoy agotado.


—Debes salvarlo. Debes hacer lo correcto.


—Que sí, que sí. Lo intentaré si me devuelve a mi mundo, gracias.


Cierro los ojos otra vez. Me llegan entonces los murmullos excitados por una exclusiva, clásicos de los periodistas. Por primera vez en todo el día sonrío aliviado. Qué cosa más rara, pero no voy a darle más importancia.


Tengo que hacer algo.


Espera, ¿he pensado yo eso? No, debo habérmelo imaginado.


Corre.


No servirá de nada, lo sé de sobra. Mira, ya están llegando.


Corre.


Movido por un instinto superior a mi lógica, corro hacia el kiri y me coloco entre él y la comitiva.


—Perdona, ¿qué estás haciendo exactamente? —pregunta uno de ellos, estupefacto. Lo reconozco como Obediah Isaac, el vicepresidente de la Comunidad. Un hombre bajo y gordo, sin más. Está sudando profusamente por la subida.


—No podéis talarlo, es el último árbol sobre el planeta.


Se me quedan mirando, sin saber muy bien qué hacer. Supongo que nunca pensaron que hubiera alguien tan loco de montar una escena así. Abro la boca para decir algo más, pero noto un dolor en la cabeza y el mundo se vuelve blanco.


 ════ •⊰❂⊱• ════


Me despierto siendo golpeado repetidas veces en la cara.


—Eh, Ad, despierta. Ah, mira. Ya estás despierto. Esta por si acaso. —Uriah me propina otra bofetada, riendose.


Me levanto del suelo gruñendo, la cabeza dando vueltas.


—¿Qué… qué ha pasado?


—Tío. Ha sido increíble. Ha salido un guardia de la nada detrás tuya y te ha tumbado de un solo golpe. Bru-tal.


—Argh… ¿y el árbol? ¿Qué ha pasado con el kiri?


Levanto la mirada a la colina. Completamente desnuda. Se me cae el alma que no sabía que tenía a los pies. Uriah me da una palmada en la espalda.


—¿Nos vamos? Tengo hambre.


Niego con la cabeza y me encamino hacia la colina.


—¡No tardes mucho! —me grita Uriah.


Mientras subo, se agolpan mis pensamientos. No he podido hacer nada. No he hecho fotos, Theophilus me va a matar. Se acabaron los árboles. Voy a perder mi trabajo.


Llego a la tierra removida donde antes se alzaba el majestuoso pero viejo kiri. Solo habrán pasado un par de horas, pero ya está tan seca y árida como el resto del planeta. Un pequeño brillo me llama la atención y me agacho para observarlo.

Un único brote verde pugna por sobrevivir. Es… inaudito.


‘Sabes qué hacer. Debes partir.’ La voz de la mujer de antes suena en mi cabeza, firme.


Un cálida sensación me invade. Contra todos mis sentidos, recojo el brote con cuidado manchándome las manos y la ropa de tierra y polvo. Es cierto. ¿Cómo he podido ignorarlo? Es lo que siempre quise hacer. Vuelvo a paso lento con Uriah.


—¿Y bien? —se fija en lo que llevo en las manos— Oye, ¿eso es…?


—Uriah, necesito que me consigas una nave. Me da igual cuanto cueste. Tengo ahorros de sobra.


—Eh… ¿vale? ¿Qué mosca te ha picado?


Niego con la cabeza. No lo entendería.


—Tú solo hazme ese favor.


Sin mediar más palabras, me monto en el vehículo a esperar.


 ════ •⊰❂⊱• ════


Uriah observa a su taciturno amigo cerrar la puerta del vehículo y sonríe.


—Este era tu destino. Bien hecho, Adán.


martes, 6 de abril de 2021

La herencia de Oberón

La copa de vino tembló en su mano al escucharla llegar.


—¡OBERÓN!


Apuró el líquido de un trago y suspiró, sonriendo. Titania era maravillosa cuando se enfadaba. Con un gesto vago indicó al sastre que se retirara, quien con muy buen criterio lo hizo apresurado.


—¡Querida! ¡Qué agradable sorpresa!


Su reina subió los escalones de mármol que los separaban de dos en dos. Tenía el rostro crispado en una deliciosa mezcla de emociones: asco, odio, enfado y… ¿decepción? Vaya, esa era nueva.


—Déjate de juegos por una vez en tu miserable vida. Exijo una explicación. —le espetó.


Oberón sonrió como llevaba siglos haciendo, una mueca ensayada que le había librado de toda clase de penas en su juventud. Sin embargo, la Reina de las hadas no caería en sus trucos tan fácilmente. Le soltó un bofetón.


—Habla.


—Querida, resultas más atractiva cuando no te dedicas a ir por ahí abofeteando almas en pena. —dijo, acariciándose la mejilla dolorida.


—Habla.


—No te entiendo, mi reina. ¿Qué quieres que hable exactamente? ¿El traje cuya fabricación acabas de interrumpir de forma tan grosera?


—La humana, Oberón. Pensé que hasta tú respetarías esa norma. Tiene que marcharse.


El Rey de las hadas se sirvió otra copa de vino.


—Es mi invitada, querida Titania. No voy a echar a una invitada, piensa en lo mal que quedaría.


—¡Los humanos no tienen permitido visitar el Reino, Oberón! Tú mismo redactaste esa ley.


Las emociones controlaron al Rey por un momento. La luz de la estancia se extinguió y su figura creció hasta doblar su tamaño habitual.


—Es mi decisión, Titania.


Todo volvió a la normalidad. Cualquier habitante del Reino hubiera estado rogando clemencia, pero Titania solo chasqueó la lengua, contrariada.


—Cavarás tu propia tumba algún día con tus caprichos… querido.


Tras sus palabras, abandonó el lugar con paso digno, dejando a Oberon sumido en sus pensamientos.


Un mes más tarde, el Rey de las hadas se asomó a una preciosa cuna hecha de la más fina madera y las más suaves telas. El rostro de la recién nacida le devolvió la sonrisa, aunque la suya era cansada.


—Eres igual que tu madre… —susurró mientras las manitas de la bebé trataban de sujetar uno de sus dedos. — No debes temer, pues yo cuidaré de ti. Titania no está de acuerdo, pero jamás te haría daño. Crecerás sana y salva aquí con nosotros… Aïne.


lunes, 8 de febrero de 2021

¿Música, estás ahí?

Él no escribía música. Eso era un rumor que corría susurrante por los pasillos de la escuela. No, él no escribía música. Él la dejaba salir, como una tormenta contenida en su pecho que pugna por llegar al piano, a su arpa, a cualquier instrumento cercano.


Llegaba, rabiosa. Demandaba ser interpretada y no aceptaba un no por respuesta. Poco podía hacer sino plegarse a sus designios, pues era un mero esclavo. Y le sabía a gloria.


Una calurosa noche de verano. Un bar algo especial atestado de gente, esperando verle tocar. Olía a susurros emocionados, sonaba el aroma del alcohol. El silencio recorrió las viejas tablas del escenario, acompañando a sus pasos lentos y seguros. El banco del piano crujió al acomodarse. Ah, las teclas, sus amigas. Le hablaban, le pedían, le suplicaban que las tocase, que las acariciase con las manos que tanto cuidaba. Las notas que exclamaban de puro júbilo entonaron una melodía de placer, de desenfreno al verse libres.


Pasaba de una a otra con un toque experto, tratando de complacerlas a todas. No había nada más en ese momento. Sólo música. Lo único que conocía, lo único que amaba.


Terminaron los ruegos en su cabeza. La música estaba feliz. Entonces ocuparon su lugar los aplausos. Siempre venían tras las notas, pero le era completamente igual. Sólo importaba satisfacer a la música. Ciertos atrevidos, decididamente ingenuos, se acercaban a felicitarle, a alabar a su música. Lo ponía furioso. Nadie tenía derecho excepto él. Y por alguna razón, la música estaba complacida con sus congratulaciones. No tenía sentido para él. En fin.


Pasaron los meses. El cielo azul se tiñó de gris y nieve. La música, caprichosa, lo llevó de nuevo a aquel bar. El cartel que colgaba de la puerta rezaba: ‘Orfeo ha vuelto’. Entró y la música de su cabeza calló al verla a ella. Pero solo un instante, pues volvió con más fuerza que nunca, inspirada por la musa que servía bebidas entre las mesas a los más tempraneros.


Pasó el concierto con un dolor en el pecho, llevando la mirada de las teclas a Ella. A veces la sorprendía sonriéndole y su música aullaba de felicidad, salía desbordando por cada poro de su piel, entregándose a otra persona que no era él mismo por primera vez.


Un año más tarde, caminaba por la orilla del río junto a ella. Iban lado a lado, cercanos sin llegar a tocarse. La música imploró que lo hiciese, así que rozó los dedos con los suyos. Una sensación eléctrica lo recorrió. Sus suaves manos no estaban acostumbradas a tocar otra piel, pues hacía tiempo que convivía con la soledad. Entrelazaron los dedos y ella le sonrió. Por los pasillos decían que Orfeo había encontrado a su Eurídice.


Cuatro años después, en una pequeña y humilde habitación del centro de la ciudad, sonaba una alegre melodía con un deje de tristeza. Ella, su Eurídice, le miraba sonriendo desde el sillón gastado. Hacía un par de meses que la enfermedad le impedía levantarse para abrazarlo, para desordenar su pelo como tanto le gustaba a pesar de las protestas. Pero seguiría tocando, pues la música solo era para ella. La música era ella.


Tres meses después, no eran unas manos sino el viento el que le revolvía el pelo. Desde lo alto del viejo edificio donde compartieron su vida, miraba al suelo. La música de su cabeza aumentaba, anunciando el pronto final. Y saltó.








‘Eurídice, ¿estás ahí?’


‘Ah, mírate. Tan bella como el día que te conocí. Ven, dame la mano. Volvemos a estar juntos, mi musa.’


‘¿La música? Ya no suena, se ha acabado. Pero no desesperes. Desde que te encontré, no la he necesitado más.’


‘¿Eurídice? ¿Por qué te alejas de mi? ¡No, no te vayas, no me dejes solo! Otra vez no...’







Volvió a escuchar música. Aunque no era la suya, era más como pitidos. Gente a su alrededor vestida del mismo blanco que la habitación en la que se encontraba hablaban en susurros de consternación. Cerró los ojos de nuevo y una solitaria lágrima hizo su desfile por su mejilla.


viernes, 22 de enero de 2021

'Babalur'

Olfateó la barra de pan que Nerisys le había regalado. Recién hecha, de la mejor calidad que podías encontrar en Alva Aethel. Esbozó una sonrisa triste. Era un excelente regalo, pero aún no era capaz de darle su respuesta a la amable elfa. Era maravillosa, pero no sabía si estaba preparado para un compromiso tal. Darlo todo por otra persona más que por sí mismo… era un concepto extraño para alguien tan joven como él. Al fin y al cabo, recién cumplía los cincuenta y cinco, estaba en la flor de su juventud todavía.

Un alboroto interrumpió sus pensamientos. Sus pasos lo habían encaminado al final del mercado, donde se acumulaba un tumulto de elfos que murmuraban indignados. ¿Qué ocurriría? Movido por la curiosidad, apartó con cuidado a sus conciudadanos para ver mejor. En el centro del círculo, una escena peculiar tenía lugar. 


Una joven humana, de unos veinticinco años cuyo rostro estaba semioculto por la capa que portaba, se encogía cada vez más en el suelo ante los gritos de Vavalur, el carnicero de la ciudad. El medio elfo tenía la cara roja de furia y escupía cada vez que hablaba, lo cual hacía que la gente pronunciase mal su nombre a propósito y lo llamasen ‘Babalur’. Y por supuesto, eso siempre provocaba más gritos y más saliva saliendo disparada.


Por muy gracioso que fuese, la reprimenda que le estaba echando era de campeonato. Además de estar amenazandola con uno de sus cuchillos. Frunció el ceño y se puso en medio de ambos.


-¡Luven, desgraciado! Apártate, tengo que darle una lección a esta ladrona. -bramó el carnicero, fuera de sí.


-Querido ‘Babalur’, estoy seguro que conoces la ley de la ciudad a pesar de ser un mestizo que no ha escogido su destino todavía. ‘Ni una gota de sangre deberá ser derramada en el bosque de Alva Aethel’. ¿O hace falta que llame a la Guardia?

La multitud comenzó a reír por lo bajo y Vavalur se puso más rojo, aunque no pareciera posible, de vergüenza.


-¡La ley también prohíbe el robo y esta… humana -escupiendo la palabra, casi literalmente- la ha infringido! ¿Qué importa si le doy un par de golpes antes de que la lleven al calabozo?


No vió venir el puño. Su cuerpo, algo rechoncho, acabó esparcido por el suelo. La cara de sorpresa sustituyó a la de ira y todos los reunidos cesaron su risa.


-Vavalur. Largo de aquí. Ahora. -sentenció.


El golpeado se puso en pie como pudo y salió por patas abriéndose paso a empujones entre los elfos que observaban. Luven se dirigió a la multitud haciendo una reverencia.


-Queridos compañeros, el espectáculo ha terminado. Pueden volver a sus quehaceres con toda tranquilidad.


La mayoría se encogieron de hombros y se marcharon. Hubo algún curioso al que tuvo que dedicar una mirada cargada de significado para hacerle ver que no pintaba nada allí. Cuando por fin se disolvió el círculo, ayudó a la muchacha a ponerse en pie.


-¿Estás bien?


La humana se sacudió el polvo del oscuro vestido que llevaba. Vista de cerca, era muy hermosa. Rasgos finos, casi élficos. El pelo corto y oscuro, al estilo de los hombres de los bajos fondos. Ropa gastada, probablemente no tenía un techo en el que refugiarse.


-No hacía falta que intervinieras, elfo. -le espetó. Menudos modales.


-Mi nombre, lo primero, es Luven. Y, ya que te he salvado, me gustaría saber el tuyo… humana.


Se quedó callada un momento.


-...Muphe. Mezrut.


Asintió y en ese momento se fijó en el hilillo de sangre que le recorría el labio. Le tendió el brazo.


-Ven conmigo. No puedo dejarte así. Además, querrás cocinar ese trozo de carne que ocultas en la capa, ¿verdad?


Ella sonrió a medias y le tendió lo que había robado.


-Si me ven de tu brazo no hablarán bien de ti.


-Estoy acostumbrado, créeme. Algunos ya me dicen loco a mis espaldas desde que volví de las ciudades humanas.


Abrió la boca en un gesto de sorpresa genuino y se cogió de su brazo. Caminaron hacia su casa.


-¿Has estado en las ciudades humanas? Pensaba que los de tu raza no las soportáis. 


-Y así es. Pero no soy muy ‘élfico’, que digamos. Siempre he sentido curiosidad por vosotros.


-Eres un poco raro.


-Me lo dicen mucho.


Charlando llegaron a la puerta de su casa, una gigantesca secuoya de por lo menos veinte metros de altura. Pero en la puerta esperaban más problemas. Nerisys, la amable panadera, lo esperaba con un pastel entre los brazos. Al verla Muphe quitó el brazo, pero la elfa ya lo había visto todo. Tenía que distraerla.


-¡Nerisys! Que agradable sorpresa, no esperaba verte otra vez hoy.


-Es que hice este pastel de cereza y pensé en que me dijiste hace un par de años que era tu favorito…


-¡Oh, desde luego! Me sorprende que te acuerdes, la verdad. Y dime, ¿lleva algo más? Eres la mejor pastelera de Alva Aethel, seguro que le has añadido algo. -mientras hablaba, le dió un ligero empujón a Muphe para que entrara en el árbol. Rápidamente se escabulló, bajo la mirada de la elfa.


-Esto… ¿quién era ella?


-Oh, una mujer a la que ‘Babalur’ pegó antes. La he traído para curarle el labio. De todas maneras, muchas gracias por el pastel. Seguro que está delicioso, me pasaré mañana a contarte mis impresiones y a por más pan, ¡nos vemos!


Entró en su hogar sin darle tiempo a responder. Al cerrar la puerta, Muphe le miraba con una sonrisilla.


-¿Una admiradora?


-Algo así. Se me declaró, pero no estoy listo para ese compromiso. Por si no lo sabías, entre los elfos no se aplica el ‘hasta que la Muerte nos separe’ si hay tiempos de paz.


-Pobrecilla.


-No te preocupes. Bueno, veamos que tal tienes el labio… -se acercó a inspeccionar pero ella se apartó.


-No es nada, ya está bien.


-Pero…


-Está bien. -el tono de su voz le indicaba que no debía insistir, así que desistió y se dirigió a su pequeña cocina y dejó el pastel y la carne.


-Bueno, al menos tenemos postre. Siéntate por ahí hasta que tenga la cena lista.


Estuvieron cenando y bebiendo hasta altas horas de la noche. Luven le preguntaba por su pasado y ella evitaba dar una respuesta. Pero no tenía problema en satisfacer sus numerosas preguntas sobre las costumbres humanas.


Alrededor de las cuatro de la madrugada, decidieron que era hora de dormirse. El elfo, tranquilamente, se tiró en su enorme catre y cerró los ojos.


-¿Dónde se supone que duermo yo?


Abrió un ojo y vio a Muphe de pie, con los brazos cruzados.


-Pues… ¿conmigo? Vivo solo, es la única cama.


-¿Quieres que durmamos juntos?


¿Qué problema había? Solo estarían tumbados cerca.


-Te aseguro que mis intenciones son puras.


Muphe puso los ojos en blanco.


-Está bien. Me fiaré porque la cena estuvo muy buena. -se acostó al otro lado de la cama, dándole la espalda. Luven sopló la vela y la habitación quedó a oscuras.


Cuando estaba a punto de dormirse, notó como Muphe rodaba y se pegaba a él, abrazándolo. Su corazón, por alguna razón, empezó a ir más deprisa.


-Gracias por lo de hoy… -susurró Muphe. Apoyó la frente en su espalda y su respiración se volvió más tranquila. Se había quedado dormida.


Sonrió en la oscuridad. Notaba un cúmulo de emociones que no entendía, pero era agradable dormir así.

martes, 19 de enero de 2021

Tercera

Era pleno invierno y amanecía en la ciudad, que seguía dormida. El carruaje avanzaba a buen ritmo por las heladas calles de la Segunda Capital. Tercera bostezó. Las reuniones a horas tan tempraneras le daban una pereza terrible, pero estaba obligada a asistir. Era una de las pocas ocasiones en las que se reunían las tres hermanas en el mismo lugar, siempre en la misma fecha: el día después del solsticio de invierno. Se asomó a la ventana de su transporte, descorriendo la cortina con gesto aburrido. La Segunda Capital era tan insípida como siempre. Nevada la mayor parte del año y sin ningún color a la vista excepto el blanco: edificios blancos, ropa blanca, pieles blancas. No había nada destacable. 

Pasaron calles y más calles en su camino. Cuando ya estaban cerca, un bulto pequeño en la entrada de un callejón en el que apenas entraba la luz llamó su atención. A simple vista solo había nieve, pero estaba segura de que había algo allí escondido. Dió un toque a la pared delantera para poner sobre aviso al conductor.


-¡Pare inmediatamente!


El carruaje se detuvo con un chirrido y relinchos por parte de los caballos. Se puso el abrigo y sin siquiera esperar al cochero, se apeó de un salto. Se acercó corriendo al bulto que, visto de cerca, parecía estar tiritando. Cuál fue su sorpresa cuando resultó ser un niño pequeño envuelto en numerosas mantas, con la cara colorada y las pestañas congeladas. Inmediatamente se giró al cochero, quien se acaba de bajar movido por la curiosidad.


-Acérquese y ayúdeme a traer a este joven al interior del carruaje, si es tan amable. Si lo dejamos aquí morirá dentro de poco.


Con su magia derritió la nieve que lo aprisionaba y pudieron sacarlo del callejón. Entre los dos trasladaron al helado muchacho dentro y retomó la marcha. Tal vez sus hermanas no aprobaran lo que estaba haciendo, pero no iba a dejar que alguien muriese si podía evitarlo, aunque fuese un niño sin techo. No, precisamente porque era un niño sin techo.


Sin más inconvenientes, llegaron al palacio. En todo el camino, el joven parecía haber recuperado algo de vida pero no había pronunciado palabra alguna. Simplemente lo miraba todo con ojos asustados. Unos criados salieron a recibir a la extraña comitiva.


-Preparad un baño caliente y una chimenea de inmediato. Proporcionadle al joven algo de ropa limpia, un abrigo y cuando esté listo traedlo conmigo para el desayuno.


Los criados asintieron y se llevaron al confuso muchacho al interior. Este miró una última vez atrás antes de desaparecer por la puerta y le pareció ver algo más que miedo en su mirada. Parecía… gratitud.


Mientras esperaba a que bajasen su equipaje, escuchó un característico carraspeo y se giró para sonreirle a sus hermanas.


-Primera, Segunda. He llegado sana y salva.


Segunda sonrió e hizo ademán de adelantarse a saludarla, pero Primera la paró con un gesto.


-Querida hermana pequeña, me alegro que tu viaje haya llegado a su fin sin inconvenientes. Sin embargo, ¿cómo se te ocurre traer un mendigo a mi palacio?


-En realidad, hermana mayor, es mi palacio. -puntualizó Segunda. Primera la fulminó con la mirada.


Tercera se cruzó de brazos y bufó.


-¿Esperabas que lo dejase morir en la calle, como un perro abandonado? Pensaba que todavía te quedaba algo de corazón, pero ya veo que no.


Primera entrecerró los ojos. Contuvo un escalofrío. Desde pequeña le imponía, pero últimamente se veía capaz de plantarle cara. Finalmente se giró sin mediar palabra y se dirigió al patio interior, seguido del cochero que cargaba numerosos bultos. Su otra hermana por fin pudo acercarse y recibirla con un abrazo.


-Te he echado de menos, hermanita. Traes la alegría de la que carece nuestra hermana mayor. -bromeó.


-Siempre está igual. ¿No se aburre de ser tan estirada? En fin, vamos dentro que me estoy helando. ¿Está lista la comida? -su hermana asintió, sonriendo- ¡Genial! Me moría de hambre.


Mientras comían, llegaron los criados acompañando al muchacho. Estaba aseado y vestía un traje blanco que le venía como un guante. Lo dejaron sentado a su lado, pero no se movió para coger comida. Se quedó con la cabeza gacha y sin mediar palabra, así que no le quedó más remedio que servirle ella misma. 


-Anda, come. Que estás en los huesos y en edad de crecer.


Segunda comenzó a reír.


-Eres la más joven, pero suenas a nuestra madre.


-¡Retira eso! -la amenazó con el tenedor agitándolo en el aire.


Una risa interrumpió el ataque. Las dos se giraron y vieron el rostro del niño, iluminado por una sonrisa, riendo. No pudieron evitar ser contagiadas por su repentina alegría y lo acompañaron, sustituyendo el frío de la habitación por el calor de sus carcajadas.


-Parece que no eres mudo, al fin y al cabo. -Tercera se dirigió al chico. Este negó con la cabeza y volvió a bajar la mirada, pero aún sonreía.


-Me… me dabais miedo. -admitió, avergonzado.


-¿Miedo? ¿Nosotras? Ni que fuéramos nuestra hermana. 


-Es que nunca había estado en un sitio tan grande… y con ropa tan bonita.


-Te ha faltado lo deliciosa que es la comida. Anda, pruébala.


El muchacho hizo caso a Segunda y en cuanto se llevó un bocado a los carrillos los ojos se le llenaron de lágrimas.


-¡Ehtá cahliente! -proclamó, con la boca llena.


Las dos soberanas volvieron a reír y se miraron, entendiéndose al instante. Su hermana mayor podría decir lo que quisiera, pero ese muchacho se quedaba en Palacio al menos de momento. Lo único que lamentaba Tercera era no poder hacer lo mismo por todos los niños que estaban en las calles pasando frío. Pero una vocecilla en su mente comenzó a fraguar un plan…