domingo, 27 de diciembre de 2020

Oh, roja Navidad

Hace mucho, mucho tiempo, vivía un anciano mago de gran poder, que se pasaba los días en su pequeña cabaña del bosque, leyendo libros y fumando de su pipa.

            Los lugareños que vivían cerca siempre acudían a él en busca de pociones, hechizos para la lluvia y demás, y él les ayudaba gustoso. Entre todos los habitantes del Norte, su favorito era un niño pequeño huérfano, de apenas siete añitos. Este pasaba los días con el viejo hechicero, ayudándole en lo que sus pequeñas manos le permitían y riendo cuando ‘papá’ lanzaba chispas de su cayado con las más diversas formas: conejos, elefantes, todo lo que se le ocurriera al pequeño.


El niño tenía una imaginación desbordada, cada día se volvía más difícil darle lo que pedía. Un día, dibujando garabatos, le enseñó orgulloso lo que acababa de pintar. Eran una especie de enanos de sombrero puntiagudo, orejas puntiagudas y cascabeles colgando del cuello. Se acercaba su cumpleaños y le pidió que le regalase algunas de esas criaturas, a las que llamó elfos.


El mago no pudo negarse y se pasó varios días reuniendo los ingredientes para el hechizo. Hojas de muérdago, que crecía en las inmediaciones. Hojaldre que pidió a la amable vecina. Y lo más difícil: nieve que solo se encontraba en la montaña cercana. Cuando al fin lo reunió, llamó a su protegido.


-Hijo, tengo el regalo que te prometí.


Mientras se concentraba para pronunciar el hechizo en el lenguaje antiguo, el niño reía y tocaba las palmas. Por fin tendría a sus queridos elfos.


Pero algo salió mal. El mago terminó el conjuro y el esfuerzo mágico hizo que cayera desmayado.


Cuando despertó seguía en medio de su cabaña, y notaba que algo iba mal. La puerta estaba abierta y su hogar, destrozado. Había señales de pequeñas garras y manchas de sangre por todas partes. Asustado, se levantó como pudo y corrió al pueblo, buscando a su pequeño amigo.


-¡Noel, Noel! ¿Dónde te has metido?


Llegó al pueblo y contuvo la respiración. Solo se escuchaba el canto de los pájaros, que traían consigo la melodía de la tragedia. Los cuerpos y la sangre de los habitantes regaba el suelo. Recorrió la calle principal con lágrimas en los ojos, con una brizna de esperanza en su corazón.


Naturalmente, esta se hizo trizas. En la plaza había un círculo de elfos inanimados, con las manos ensangrentadas y los rostros componiendo una siniestra sonrisa. Su corazón se hizo pedazos en el mismo momento que vio el cadáver de Noel, su querido Noel, en el centro de la escena.


Había sido su culpa. Había sido su incompetencia la que había provocado esto. A quién pretendía engañar, solo era un hechicero de tres al cuarto. Su afán por impresionar a Noel había acabado con su vida.


En ese instante, tomó una decisión. Forzó una sonrisa y estudió durante décadas, sobreponiéndose a la edad por pura fuerza de voluntad. Olvidó su nombre, olvidó todo su pasado menos aquel incidente. El nombre de Noel se repetía en su mente cada minuto, cada segundo.


Logró domar a los pequeños diablillos que se hacían llamar elfos, y los puso a su servicio. Y entonces se marchó. Se marchó a cumplir los deseos de los niños buenos, a darles a ellos lo que no pudo a Noel, a ser el papá que él siempre amó.


viernes, 11 de diciembre de 2020

Harry Potter y el sombrero seleccionador

En la concurrida taberna llamada Las Tres Escobas, en el bullicioso Hogsmeade, la puerta se abrió, dando paso a un anciano mago de holgadas y viejas ropas.


Madame Rosmerta, con su permanente sonrisa, le ofreció una mesa y un plato de comida caliente, que el extraño agradeció con un leve gesto de la cabeza. Algunos hechiceros que estaban ya con alguna cerveza de mantequilla de más se sentaron a su mesa sin pedir permiso, armando jaleo. El recién llegado simplemente comió, haciendo caso omiso a su perjudicada compañía.


Uno de ellos, con más capacidad para hablar que el resto, decidió dirigirse a él entre las risas de sus compañeros.


-¿Quién eres, viejo? No te había visto nunca por aquí.

-...

-¿No quieres decirlo, eh? Pero algo tienes que contarnos. Es tradición aquí en las Tres Escobas contar nuestra historia al llegar. ¿A que sí, chicos?


Todos asintieron, intentando mantener la compostura para no desternillarse. Madame Rosmerta se acercó con gesto enfadado para espantarlos, pero el mago le hizo una señal vaga con la mano indicando que todo estaba bien.


-¿Mi historia dices? Lo siento, muchacho, pero no soy lo suficientemente importante. Eso sí, puedo contarte una importante relacionada con la mía, la historia de Ruffus…

-¿Quién es el tormentoso Ruffus?

-Ah, mil perdones. Creo que vosotros lo conocéis por otro nombre. La historia que voy a contaros se remonta a la época en la que se fundó esta misma taberna, y nuestro protagonista es nada más y nada menos que... el Sombrero Seleccionador.


‘Nuestro viaje comienza con el nacimiento de Hengist de Woodcroft. Tal vez os suene este nombre, pues es el fundador de Hogsmeade y del lugar donde nos encontramos. Woodcroft nació más o menos cuando se creó el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Siempre fue un niño curioso, pero sin ninguna habilidad destacable. Precisamente por eso, tras ser rechazado por Godric, Salazar y Rowena, Helga Hufflepuff se compadeció de él y le ofreció un puesto en su casa, que aceptaba a todo el que no cumpliese los estándares de los demás. Agradecido, Hengist se esforzó en sus estudios, pero el pobre pasó sin pena ni gloria sus años en el colegio. Hasta su último año, donde una clandestina visita a la Sección Prohibida le cambiaría completamente.


En una apuesta con dos descarados Gryffindor había asegurado que sería capaz de encantar lo que le dijeran. Ellos eligieron el viejo sombrero de Godric Gryffindor, que estaba ya en las últimas. Woodcroft se escabulló hasta su despacho y lo cogió prestado para ir a la biblioteca, en busca de algún hechizo que le permitiese ganar la apuesta. Tal fue su mala suerte (o buena, según se vea) que encontró lo que estaba buscando en un antiquísimo libro del último estante del último pasillo de la Sección Prohibida. Un hechizo que era casi incapaz de pronunciar provocó un gran destello que llamó la atención de Helga Hufflepuff, quién pasaba por allí. Imaginad su cara al encontrar a su protegido junto a un sombrero parlante con muy malas pulgas.


Helga decidió no castigarlo, sino al contrario. Lo llevó ante sus compañeros donde lo elogió por realizar tamaño hechizo sin ayuda. El Sombrero, que fue apodado Ruffus por el joven Hendgist, sintió mucha curiosidad por las casas del castillo. Aprovechando eso, los líderes de Hogwarts le encargaron un último trabajo antes de graduarse a Woodcroft. Debía enseñarle los valores de las casas al gruñón objeto, demostrando así que comprendía los preceptos que se intentaban transmitir en Hogwarts. Así, Hendgist inició un viaje para mostrarle a Ruffus lo que significaba pertenecer a Hogwarts.


En un intento de demostrarle la inteligencia que buscaba Rowena Ravenclaw, lo llevó ante los mayores filósofos y eruditos de Europa, tanto magos como muggles.


La ambición de Salazar Slytherin se la mostró en los taimados mercaderes que buscaban siempre obtener beneficios a cualquier coste.


Para enseñarle la valentía y el coraje que defendía Godric Gryffindor, lo llevó con los herejes que seguían con sus creencias a pesar de la Inquisición.


Pero no fue capaz de transmitirle lo que trataba de enseñar Helga, pues ni él mismo lo sabía. Así puede, volvieron a Hogwarts a mostrar los resultados de su trabajo. La cabeza de casa de Hufflepuff sonrió orgullosa por el esfuerzo demostrado, a pesar de lo alicaído que estaba Woodcroft. Se llevó a ambos a las cocinas, donde estaban los elfos domésticos. Eran considerados esclavos por todos, y Hendgist no era la excepción. Pero Helga no los trataba como tal, sino como iguales. Les preguntaba por su estado de ánimo, se ofrecía a ayudarlos con sus diversas tareas y estos se lo agradecían, la consideraban su amiga y, pese a las protestas de esta, su benefactora. Fue entonces que Ruffus y Hendgist comprendieron lo que pretendía transmitirles y pudieron presentarse ante el resto para demostrar que Woodcroft era digno de graduarse de Hogwarts.


Godric, Salazar y Rowena se mostraron impresionados por el espléndido trabajo desarrollado por lo que para ellos era un simple Hufflepuff. Helga, orgullosa, les propuso algo. Como pronto se retirarían, debían tener alguien que adjudicase las casas a los alumnos, alguien que supiese tan bien como ellos lo que representaba cada una. Propuso entonces que Ruffus, el viejo sombrero de Godric Gryffindor, asumiera dicha tarea. Fue aprobado por unanimidad. Desde entonces, es conocido como el Sombrero Seleccionador.’


Los molestos magos de la mesa se quedaron callados, patidifusos. Menos por el que habló antes.


-¿Cómo sabes todo eso, anciano? Lo que nos cuentas sucedió hace diez siglos.


El viejo mago se quitó la capucha. Todos ahogaron un grito, reconociendo al fin a su interlocutor, pues todos le habían visto en los cuadros de Hogwarts.


-Soy el que llevó de viaje a aquel molesto sombrero, Hendgist de Woodcroft.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

El pirata Dosojos

El tormentoso viento de invierno azotaba los rostros de los curtidos marineros, que entrecerraban los ojos ante su embestida. Avanzaban sin rumbo fijo, por el simple placer de navegar, con la esperanza de que apareciese ante ellos algún barco de incautos al que despojar de sus tesoros. Pero pocos se aventuraban en aquellos mares, pues por todos era sabido que era la zona de pillaje más común del feroz pirata Dosojos y su tripulación de maleantes. Navegaban en el bergantín María Luisa, un magnífico barco de dos palos y velas negras, apodado así por la amada de Dosojos.


El susodicho capitán manejaba el timón con una única mano, mientras que con la otra sostenía su catalejo de abalorios oteando el horizonte. Sus compañeros de aventuras estaban sentados, aburridos. Se quejaban de llevar tiempo sin divisar ninguna presa y de la falta de bebida. Era una situación delicada. Si no obtenían pronto algún tesoro, el valiente Dosojos corría el peligro de ser tirado por la borda en un motín. El que solía conspirar contra él, el ruin Gafasnegras, le observaba desde la otra punta del navío con ojos recelosos. Desde allí le llegaba su voz, con la que instaba a los demás a abandonarlo.


-¿No estáis aburridos ya? Yo prefiero volver a casa…

-Pero Gafasnegras, tú siempre te aburres rápido. No te puedes ir, estamos en medio de una aventura.

-Si llevamos aquí sentados muchísimo tiempo… ¿no veis que no va a ocurrir nada? Todo por culpa de ese capitán inútil. -dijo, señalándole directamente.


No iba a permitir semejante afronta. Dejó el catalejo en un banco cercano y se encaró a Gafasnegras, esgrimiendo su espada frente a sus narices.


-Atrévete a repetir eso, y te mando de aperitivo a los tiburones.


Mirando receloso la espada, se alejó un poco.


-Ten cuidado con eso, le vas a sacar un ojo a alguien. Además, ¿no estás cansado tú también? ¡Tengo sed!


El resto de marineros comenzó a quejarse, coincidiendo con su amenazado compañero.


-¿Y si volvemos a casa?

-Si, esto ya es aburrido.


Viendo como se hacía trizas su tripulación y sus aventuras, Dosojos sintió desesperación. Pero en ese momento la diosa de la suerte le dedicó una cálida sonrisa en forma de tesoro. Un pequeño bote surcaba las aguas frente al María Luisa, únicamente tripulado por una especie de… gigante hembra. Era inmensamente grande, rozando los tres metros de altura, y vestía una larga falda verde, camisa blanca y un sombrero de paja de ala ancha que bien podría servirles de sombrilla de lo grande que era.


Todos se arrimaron a la barandilla del bergantín para poder observarla bien. Llevaba alrededor del cuello y las muñecas numerosos abalorios, con pinta de buenos y caros. Dosojos se relamió. Era la víctima perfecta, en el momento adecuado. Con mano experta dirigió el barco hasta situarlo en paralelo con el bote, y ordenó recoger las velas para mantenerse a su lado. Seleccionó a sus mejores guerreros y bajó por una escalera de cuerda al encuentro del engendro.


Visto de cerca, no se le podría llamar tal cosa. Vieja, si. Pero tenía una cara amable a pesar de su considerable tamaño. No parecía amedrentada por tener delante a los mejores piratas de la zona, sino más bien divertida.


-¿Qué hacen unos piratas tan buenos como vosotros por aquí? - preguntó con una voz dulce que no terminaba de cuadrar con sus dimensiones.

-Somos los Velas Negras, y yo soy su capitán Dosflores. Debes entregarnos todos los objetos de valor que lleves.


La gigante sonrió cálidamente y sacó un pequeño papel de un macuto.


-Si me decís las palabras mágicas, esto será vuestro.


¿Las palabras mágicas? Había miles de palabras, y no eran el fuerte de Dosflores. Pero por suerte contaba con Dieces, el mayor intelectual de los Siete Mares, en su barco. Este se adelantó.


-¿Por favor?


La gigante ensanchó su sonrisa, complacida al parecer. ¿Cómo demonios lo había averiguado aquel alfeñique? No importaba, al menos el tesoro sería suyo. Alargó la mano en el gesto internacional de ‘dame lo que es mío’. Ella lo depositó en su palma. Visto de cerca, era aún más pequeño. Había oído hablar de cosas así. Bi… bietes. Simples papeles que podías canjear en cualquier puerto por bienes. Al parecer eran muy valiosos. Hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros para indicarles que se retiraban. Se despidió de la amable colosa y volvió al navío. Entre gritos de celebración, izaron las velas y marcharon al puerto más cercano a festejar. Hasta Gafasnegras había dejado sus mordaces comentarios y sonreía.


jueves, 3 de diciembre de 2020

Venecia

 En su camino de vuelta pisó otro maldito charco, dejando sus pies aún más húmedos y fríos. Quién le mandaría vivir en una ciudad así. Desde luego no pensó bien en las partes malas de Venecia. Encima cada dos por tres se chocaba con algún turista que no era capaz de apartar los ojos de su cámara, que apuntaba con ansia a todos lados en un frenesí de fotos. Todos los idiomas conocidos resonaban como una irritante canción cuando cruzó la Piazza San Marcos, con sus cafeterías atestadas y las palomas mendigando migas, ya curadas de espanto en cuanto a humanos se refiere.


En serio, era un día de mierda. Estaba todo nublado, había dejado de llover hacía 10 minutos, y ya volvía a estar llena la ciudad. La gente estaba loca, y que fueran esas fechas no ayudaba. Tras un rato pudo por fin llegar a su casa. Hogar, dulce hogar. Cerró las persianas y se aisló del exterior. Se sirvió una copa de vino y se dispuso a ver su serie favorita, ignorando la algarabía que comenzaba a formarse en las calles.


Después de dos capítulos y tres (o cuatro) copas de vino, le llegó el distante sonido de su tono de móvil. Se levantó y avanzó renqueante a cogerlo con manos temblorosas. Al ver el familiar número, suspiró y lo cogió.


- ¿Diga?

- ¿Señor Bianchi? Le llamo de la consulta, de parte de su doctor, el señor Pietro.

-Ah, sí. Estuve con él hace unas horas para unas pruebas. ¿Ocurre algo?

-Verá, han llegado los resultados, y me ha pedido que venga usted lo más pronto                     posible. ¿Sería posible?

-Esto… -miró la botella a medio acabar- Estaré allí en veinte minutos.

-Muchas gracias por su comprensión, le esperamos.


Colgó sin despedirse. Agarró la botella por el cuello y la acabó. Dejó la tele encendida y salió colocándose el abrigo a las atestadas calles, repletas de turistas y lugareños vestidos con sobrecargados trajes y coloridas máscaras. Era el Carnaval de Venecia y toda la ciudad se volcaba en el asfalto para celebrarlo. Era odioso. Una fiesta ruidosa, depravada, con grandes acumulaciones de gente que no le permitían el paso y dejaban la ciudad hecha un asco al día siguiente.


Tras mucho empujón y codazo, pudo abrirse paso hasta la clínica. Allí le abrió la puerta su doctor y le hizo pasar a su despacho.


-Verá, Carlo, le he llamado para hablar de sus resultados. Siendo francos, no traigo buenas noticias. Hemos detectad...


El resto de la conversación era un borrón en su mente. Resonaban palabras sueltas en su mente en su camino de vuelta a casa. Pero sus pies decidieron tomar un desvío y se encontró de repente en el borde de la ciudad, mirando a la negrura de la laguna veneciana. A sus espaldas, algunos turistas disfrazados disfrutaban del alcohol y la música de un tugurio llamado El Antro. Ninguno le prestó demasiada atención cuando se acercó a la barandilla y se encaramó a ella. Ni escucharon el sonido del chapuzón por culpa de la canción que estaba sonando a todo volumen. Solo se le prestó atención cuando se descubrió un cadáver por los canales de Venecia siendo arrastrado por la corriente, lentamente, como una macabra procesión.


martes, 1 de diciembre de 2020

Nubes

 En los rincones de La Nación, más allá de Los Confines, que son los últimos asentamientos situados en los mapas, se encuentra una montaña solitaria, casi al borde de la existencia. No es la más alta, ni la más escarpada. Pero no tiene piedad. Ni nombre. Los pocos que saben de su existencia utilizan un gruñido para hablar de ella, pues es un tema desagradable.

En su falda podemos observar, escondido entre la neblina, un complejo vallado iluminado por grandes focos. Guardias armados recorren el perímetro, pero no para vigilar la entrada, sino la salida. No deben escapar las pobres almas torturadas que caminan hacia la montaña con picos al salir el sol y vuelven cuando ya hace horas que este se fue a dormir.

Jerik, con la mirada perdida, comía las duras gachas como cada mañana antes de trabajar. A su lado, un animado Rétal comentaba en voz baja que le habían llegado noticias de un grupo revolucionario que sabía de su existencia y que estaban preparándose para liberarlos. Imposible. El primer día lo pasó convencido de que les rescatarían. La primera semana la esperanza se mantuvo casi intacta. Pero después de 5 años allí, todo en cuanto pensaba era sobrevivir al día que se presentaba cruel ante ellos. Aun así, era admirable que Rétal tras año y medio mantuviese el ánimo.

El capataz chasqueó los dedos. No hizo falta nada más para que todo el mundo se levantase como un resorte y se dirigiese a toda prisa, pero de manera ordenada, hacia los Túneles. Cogieron los familiarmente pesados picos, las incómodas mascarillas para evitar los gases de la mina y entraron en la oscuridad. Sabían exactamente dónde iba cada uno, y el ritmo de trabajo justo para aguantar la jornada sin recibir un solo grito por parte de sus vigilantes.

A eso del mediodía, aunque era difícil decirlo sin un reloj a mano, les permitieron media hora de descanso y les sirvieron las mismas gachas que para el desayuno, aún más duras. Comían rápido, pues los gases no perdonaban a quien estuviese demasiado tiempo sin la mascarilla puesta. Y vuelta a trabajar. Golpe tras golpe, sacaban el preciado metal y lo metían en unas enormes mochilas que luego debían cargar.

¡BOOM!

La Montaña tembló con una súbita explosión y se desató el juicio final en los túneles. Comenzaron a derrumbarse sobre los trabajadores, que no tuvieron tiempo ni a gritar antes de morir asfixiados. Pero en una pequeña sección que aguantó, Jerik, Rétal y dos compañeros más se encontraron de repente encerrados en los túneles.

Esperaron varias horas, con más o menos esperanza de ser rescatados, preguntándose qué demonios había ocurrido. El alegre Rétal no paraba de temblar, con los ojos desorbitados y rascando las paredes, mientras Jerik hacía lo que podía para calmarlo y evitar que se desollase las manos.

-Rétal, seguro que son los revolucionarios que dijiste. Habrán venido a ayudarnos y nos rescatarán dentro de nada, ya lo verás.

- Im-Imposible. Vamos a morir sepultados, lo sé. ¿Por qué ocurre esto, Jerik? ¿Qué mal hemos hecho?

No supo responderle. Entonces se dio cuenta de un terrible error. En su claustrofóbica desesperación Rétal se había arrancado la mascarilla de la cara. ¿Cuánto tiempo llevaba sin ella? La buscó frenéticamente por el suelo y le obligó a ponérsela otra vez, con la esperanza de que no hubiera inhalado los gases. Había oído historias de lo que pasaba cuando lo hacías.

Las siguientes horas pasaron algo más tranquilamente, con todos rezando a sus respectivos dioses en silencio. Hasta que Rétal tosió sangre. Manchó la mascarilla en un incontrolable ataque que le dejó doblado sobre sí mismo en el suelo gimiendo.

- ¡Rétal! -Jerik se acercó a toda prisa.

-No te preocupes… -acertó a decir entre toses- ¿Te acuerdas del Sol, Jerik?

Cómo no acordarse. Pero hacía ya demasiado tiempo que no lo veía. Para él, solo existía en su imaginación.

-Estoy viendo mi pueblo, Jerik. ¿Alguna vez te he hablado de él? Una gran pradera verde, bañada por los rayos de sol y mecida por una suave brisa primaveral todo el año. Grandes caballos que la recorren y… ¡oh! Ahí están mis hijos. Qué grandes están. Me encantaba mirar las nubes con ellos. Tenían tanta imaginación. Tienes que conocerlos, amigo mío. Se convertirán en buenos hombres, sí señor.

Jerik trataba de contener las lágrimas ante las alucinaciones de Rétal y le sujetó la mano. Súbitamente, el aire se enfrió y sus alrededores parecieron cambiar de color, a una especie de color… octarino. Una figura negra encapuchada se alzaba al lado del cuerpo de su amigo.

-Hola -dijo la Muerte.

-Llévame a mí también -le suplicó el desesperado minero. Pero ella negó suavemente con la cabeza.

-No es tu momento. Pero el suyo sí.

La Muerte se inclinó sobre el enfermo en el momento exacto que exhalaba su último aliento, capturándolo para su extraña colección. Acto seguido se desvaneció, dejando a tres personas con vida en el habitáculo.

‘’Nos rescatarán. Aún no ha llegado nuestro momento. Iré a conocer a tu familia, viejo amigo. Veremos las nubes por ti. Te lo prometo.’’

Aracnofobia

 Una sombra que presagiaba la destrucción y el dolor observaba la ciudad desde una colina cercana. Habían sido advertidos por mensajero a caballo días antes, pero los habitantes de Runn eran gente sencilla y no creían en los rumores y habladurías. Solo creían en el fruto de su trabajo y lo que sus ojos pudiesen ver. Jamás se preguntaban si existía algo más allá de eso.

El mago, vestido con una raída túnica que antaño fue azul con destellos dorados, entró caminando por la puerta apoyado en su nudoso cayado de madera de peral sabio. Paseó tranquilamente por las calles de la ciudad, observando a los niños jugar, al herrero forjar y al mercader estafar. Un pequeño corro de ciudadanos curiosos le seguía de cerca, y sólo uno se atrevió a acercarse al intimidante extranjero que se dirigía a la plaza de la ciudad.

    -Oh, noble viajero, mi nombre es Len. ¿Qué te trae a nuestra ciudad? No suele venir gente de fuera.

Con la voz ronca de quien no está acostumbrado a hablar, el mago le respondió escuetamente.

    -Sólo estoy de paso, esta noche partiré de las ruinas.

Siguió su camino, dejando al hombrecillo preguntándose de qué endemoniadas ruinas hablaba aquel chalado. En fin, se dijo, mientras se fuera pronto qué más daba. Y así lo dejó hacer, dispersando a la multitud diciéndoles que solo era un pobre loco. Todos volvieron refunfuñando a sus quehaceres, pues esperaban algo más interesante, una breve distracción de sus obligaciones al menos. Hubo algunos niños que aun así lo siguieron, esperando que formase un espectáculo o les contase historias de Más Allá de la Muralla, donde solo iban los adultos mercaderes.

Sin embargo, ni una sola palabra escapó de los labios del anciano mago. Al final hasta los curiosos niños se aburrieron y se dedicaron al juego más popular entre los jóvenes de la ciudad, perseguir perros con un palo.

Llegó finalmente a la plaza de la ciudad, situada en el corazón de esta. Estaba a rebosar de gente, entre puestos de comerciantes anunciando los productos y compradores que buscaban el precio más bajo a todo.

En ese momento, evocó el mayor de sus miedos para cargar de energía su cayado. El simple recuerdo de esos múltiples ojos vidriosos, de esas cortas patas peludas y de las telas que le envolvían en sus peores pesadillas bastaron para que una gran bola de fuego saliese disparada hacia el edificio más cercano, sumiendo en silencio por un momento a toda la plaza.

Un segundo después, todo el mundo comenzó a gritar, mientras más y más esferas de llamas destruían los alrededores de la plaza. Además, lentamente comenzó un incendio provocado por estas, en el que las llamas saltaban alegremente de casa en casa, de viga en viga, lamiendo lentamente, pero sin cesar el resto de la ciudad. El mago seguía en el centro, temblando con los ojos cerrados y sudando. Era el efecto secundario de tener que invocar al Miedo para conjurar hechizos. Pero también lo hacía el Mago Más Poderoso.

Mientras los habitantes más avispados o simplemente con las piernas más largas escapaban de la prisión de fuego que se había vuelto su hogar, la ciudad se derrumbó. Se cuenta que ardió durante tres días y tres noches, y al terminar no quedó rastro de esta. El mago, que salió indemne, prosiguió su camino. Los supervivientes de sus numerosas destrucciones siguen preguntando por qué lo hace. Pero no lo entenderían. No entienden que él solo intenta ayudar, librando al mundo de esas horrendas criaturas. Y si para ello debe destruir, así sea.