En los rincones de La Nación, más allá de Los Confines, que son los últimos asentamientos situados en los mapas, se encuentra una montaña solitaria, casi al borde de la existencia. No es la más alta, ni la más escarpada. Pero no tiene piedad. Ni nombre. Los pocos que saben de su existencia utilizan un gruñido para hablar de ella, pues es un tema desagradable.
En su
falda podemos observar, escondido entre la neblina, un complejo vallado
iluminado por grandes focos. Guardias armados recorren el perímetro, pero no
para vigilar la entrada, sino la salida. No deben escapar las pobres almas
torturadas que caminan hacia la montaña con picos al salir el sol y vuelven
cuando ya hace horas que este se fue a dormir.
Jerik,
con la mirada perdida, comía las duras gachas como cada mañana antes de
trabajar. A su lado, un animado Rétal comentaba en voz baja que le habían
llegado noticias de un grupo revolucionario que sabía de su existencia y que
estaban preparándose para liberarlos. Imposible. El primer día lo pasó
convencido de que les rescatarían. La primera semana la esperanza se mantuvo
casi intacta. Pero después de 5 años allí, todo en cuanto pensaba era
sobrevivir al día que se presentaba cruel ante ellos. Aun así, era admirable
que Rétal tras año y medio mantuviese el ánimo.
El
capataz chasqueó los dedos. No hizo falta nada más para que todo el mundo se
levantase como un resorte y se dirigiese a toda prisa, pero de manera ordenada,
hacia los Túneles. Cogieron los familiarmente pesados picos, las incómodas mascarillas
para evitar los gases de la mina y entraron en la oscuridad. Sabían exactamente
dónde iba cada uno, y el ritmo de trabajo justo para aguantar la jornada sin
recibir un solo grito por parte de sus vigilantes.
A eso
del mediodía, aunque era difícil decirlo sin un reloj a mano, les permitieron
media hora de descanso y les sirvieron las mismas gachas que para el desayuno,
aún más duras. Comían rápido, pues los gases no perdonaban a quien estuviese
demasiado tiempo sin la mascarilla puesta. Y vuelta a trabajar. Golpe tras
golpe, sacaban el preciado metal y lo metían en unas enormes mochilas que luego
debían cargar.
¡BOOM!
La
Montaña tembló con una súbita explosión y se desató el juicio final en los
túneles. Comenzaron a derrumbarse sobre los trabajadores, que no tuvieron
tiempo ni a gritar antes de morir asfixiados. Pero en una pequeña sección que
aguantó, Jerik, Rétal y dos compañeros más se encontraron de repente encerrados
en los túneles.
Esperaron
varias horas, con más o menos esperanza de ser rescatados, preguntándose qué
demonios había ocurrido. El alegre Rétal no paraba de temblar, con los ojos
desorbitados y rascando las paredes, mientras Jerik hacía lo que podía para
calmarlo y evitar que se desollase las manos.
-Rétal,
seguro que son los revolucionarios que dijiste. Habrán venido a ayudarnos y nos
rescatarán dentro de nada, ya lo verás.
-
Im-Imposible. Vamos a morir sepultados, lo sé. ¿Por qué ocurre esto, Jerik?
¿Qué mal hemos hecho?
No
supo responderle. Entonces se dio cuenta de un terrible error. En su
claustrofóbica desesperación Rétal se había arrancado la mascarilla de la cara.
¿Cuánto tiempo llevaba sin ella? La buscó frenéticamente por el suelo y le
obligó a ponérsela otra vez, con la esperanza de que no hubiera inhalado los
gases. Había oído historias de lo que pasaba cuando lo hacías.
Las
siguientes horas pasaron algo más tranquilamente, con todos rezando a sus
respectivos dioses en silencio. Hasta que Rétal tosió sangre. Manchó la
mascarilla en un incontrolable ataque que le dejó doblado sobre sí mismo en el
suelo gimiendo.
-
¡Rétal! -Jerik se acercó a toda prisa.
-No te
preocupes… -acertó a decir entre toses- ¿Te acuerdas del Sol, Jerik?
Cómo
no acordarse. Pero hacía ya demasiado tiempo que no lo veía. Para él, solo
existía en su imaginación.
-Estoy
viendo mi pueblo, Jerik. ¿Alguna vez te he hablado de él? Una gran pradera
verde, bañada por los rayos de sol y mecida por una suave brisa primaveral todo
el año. Grandes caballos que la recorren y… ¡oh! Ahí están mis hijos. Qué
grandes están. Me encantaba mirar las nubes con ellos. Tenían tanta
imaginación. Tienes que conocerlos, amigo mío. Se convertirán en buenos
hombres, sí señor.
Jerik
trataba de contener las lágrimas ante las alucinaciones de Rétal y le sujetó la
mano. Súbitamente, el aire se enfrió y sus alrededores parecieron cambiar de
color, a una especie de color… octarino. Una figura negra encapuchada se alzaba
al lado del cuerpo de su amigo.
-Hola
-dijo la Muerte.
-Llévame
a mí también -le suplicó el desesperado minero. Pero ella negó suavemente con
la cabeza.
-No es
tu momento. Pero el suyo sí.
La
Muerte se inclinó sobre el enfermo en el momento exacto que exhalaba su último
aliento, capturándolo para su extraña colección. Acto seguido se desvaneció,
dejando a tres personas con vida en el habitáculo.
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