lunes, 8 de febrero de 2021

¿Música, estás ahí?

Él no escribía música. Eso era un rumor que corría susurrante por los pasillos de la escuela. No, él no escribía música. Él la dejaba salir, como una tormenta contenida en su pecho que pugna por llegar al piano, a su arpa, a cualquier instrumento cercano.


Llegaba, rabiosa. Demandaba ser interpretada y no aceptaba un no por respuesta. Poco podía hacer sino plegarse a sus designios, pues era un mero esclavo. Y le sabía a gloria.


Una calurosa noche de verano. Un bar algo especial atestado de gente, esperando verle tocar. Olía a susurros emocionados, sonaba el aroma del alcohol. El silencio recorrió las viejas tablas del escenario, acompañando a sus pasos lentos y seguros. El banco del piano crujió al acomodarse. Ah, las teclas, sus amigas. Le hablaban, le pedían, le suplicaban que las tocase, que las acariciase con las manos que tanto cuidaba. Las notas que exclamaban de puro júbilo entonaron una melodía de placer, de desenfreno al verse libres.


Pasaba de una a otra con un toque experto, tratando de complacerlas a todas. No había nada más en ese momento. Sólo música. Lo único que conocía, lo único que amaba.


Terminaron los ruegos en su cabeza. La música estaba feliz. Entonces ocuparon su lugar los aplausos. Siempre venían tras las notas, pero le era completamente igual. Sólo importaba satisfacer a la música. Ciertos atrevidos, decididamente ingenuos, se acercaban a felicitarle, a alabar a su música. Lo ponía furioso. Nadie tenía derecho excepto él. Y por alguna razón, la música estaba complacida con sus congratulaciones. No tenía sentido para él. En fin.


Pasaron los meses. El cielo azul se tiñó de gris y nieve. La música, caprichosa, lo llevó de nuevo a aquel bar. El cartel que colgaba de la puerta rezaba: ‘Orfeo ha vuelto’. Entró y la música de su cabeza calló al verla a ella. Pero solo un instante, pues volvió con más fuerza que nunca, inspirada por la musa que servía bebidas entre las mesas a los más tempraneros.


Pasó el concierto con un dolor en el pecho, llevando la mirada de las teclas a Ella. A veces la sorprendía sonriéndole y su música aullaba de felicidad, salía desbordando por cada poro de su piel, entregándose a otra persona que no era él mismo por primera vez.


Un año más tarde, caminaba por la orilla del río junto a ella. Iban lado a lado, cercanos sin llegar a tocarse. La música imploró que lo hiciese, así que rozó los dedos con los suyos. Una sensación eléctrica lo recorrió. Sus suaves manos no estaban acostumbradas a tocar otra piel, pues hacía tiempo que convivía con la soledad. Entrelazaron los dedos y ella le sonrió. Por los pasillos decían que Orfeo había encontrado a su Eurídice.


Cuatro años después, en una pequeña y humilde habitación del centro de la ciudad, sonaba una alegre melodía con un deje de tristeza. Ella, su Eurídice, le miraba sonriendo desde el sillón gastado. Hacía un par de meses que la enfermedad le impedía levantarse para abrazarlo, para desordenar su pelo como tanto le gustaba a pesar de las protestas. Pero seguiría tocando, pues la música solo era para ella. La música era ella.


Tres meses después, no eran unas manos sino el viento el que le revolvía el pelo. Desde lo alto del viejo edificio donde compartieron su vida, miraba al suelo. La música de su cabeza aumentaba, anunciando el pronto final. Y saltó.








‘Eurídice, ¿estás ahí?’


‘Ah, mírate. Tan bella como el día que te conocí. Ven, dame la mano. Volvemos a estar juntos, mi musa.’


‘¿La música? Ya no suena, se ha acabado. Pero no desesperes. Desde que te encontré, no la he necesitado más.’


‘¿Eurídice? ¿Por qué te alejas de mi? ¡No, no te vayas, no me dejes solo! Otra vez no...’







Volvió a escuchar música. Aunque no era la suya, era más como pitidos. Gente a su alrededor vestida del mismo blanco que la habitación en la que se encontraba hablaban en susurros de consternación. Cerró los ojos de nuevo y una solitaria lágrima hizo su desfile por su mejilla.