Una sombra que presagiaba la destrucción y el dolor observaba la ciudad desde una colina cercana. Habían sido advertidos por mensajero a caballo días antes, pero los habitantes de Runn eran gente sencilla y no creían en los rumores y habladurías. Solo creían en el fruto de su trabajo y lo que sus ojos pudiesen ver. Jamás se preguntaban si existía algo más allá de eso.
El mago,
vestido con una raída túnica que antaño fue azul con destellos dorados, entró
caminando por la puerta apoyado en su nudoso cayado de madera de peral sabio.
Paseó tranquilamente por las calles de la ciudad, observando a los niños jugar,
al herrero forjar y al mercader estafar. Un pequeño corro de ciudadanos
curiosos le seguía de cerca, y sólo uno se atrevió a acercarse al intimidante extranjero
que se dirigía a la plaza de la ciudad.
-Oh, noble viajero, mi nombre es
Len. ¿Qué te trae a nuestra ciudad? No suele venir gente de fuera.
Con la voz
ronca de quien no está acostumbrado a hablar, el mago le respondió
escuetamente.
-Sólo estoy de paso, esta noche
partiré de las ruinas.
Siguió su
camino, dejando al hombrecillo preguntándose de qué endemoniadas ruinas hablaba
aquel chalado. En fin, se dijo, mientras se fuera pronto qué más daba. Y así lo
dejó hacer, dispersando a la multitud diciéndoles que solo era un pobre loco.
Todos volvieron refunfuñando a sus quehaceres, pues esperaban algo más
interesante, una breve distracción de sus obligaciones al menos. Hubo algunos
niños que aun así lo siguieron, esperando que formase un espectáculo o les
contase historias de Más Allá de la Muralla, donde solo iban los adultos
mercaderes.
Sin embargo,
ni una sola palabra escapó de los labios del anciano mago. Al final hasta los
curiosos niños se aburrieron y se dedicaron al juego más popular entre los
jóvenes de la ciudad, perseguir perros con un palo.
Llegó
finalmente a la plaza de la ciudad, situada en el corazón de esta. Estaba a
rebosar de gente, entre puestos de comerciantes anunciando los productos y
compradores que buscaban el precio más bajo a todo.
En ese
momento, evocó el mayor de sus miedos para cargar de energía su cayado. El
simple recuerdo de esos múltiples ojos vidriosos, de esas cortas patas peludas
y de las telas que le envolvían en sus peores pesadillas bastaron para que una
gran bola de fuego saliese disparada hacia el edificio más cercano, sumiendo en
silencio por un momento a toda la plaza.
Un segundo
después, todo el mundo comenzó a gritar, mientras más y más esferas de llamas
destruían los alrededores de la plaza. Además, lentamente comenzó un incendio
provocado por estas, en el que las llamas saltaban alegremente de casa en casa,
de viga en viga, lamiendo lentamente, pero sin cesar el resto de la ciudad. El
mago seguía en el centro, temblando con los ojos cerrados y sudando. Era el
efecto secundario de tener que invocar al Miedo para conjurar hechizos. Pero
también lo hacía el Mago Más Poderoso.
Mientras los
habitantes más avispados o simplemente con las piernas más largas escapaban de
la prisión de fuego que se había vuelto su hogar, la ciudad se derrumbó. Se
cuenta que ardió durante tres días y tres noches, y al terminar no quedó rastro
de esta. El mago, que salió indemne, prosiguió su camino. Los supervivientes de
sus numerosas destrucciones siguen preguntando por qué lo hace. Pero no lo
entenderían. No entienden que él solo intenta ayudar, librando al mundo de esas
horrendas criaturas. Y si para ello debe destruir, así sea.
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