sábado, 25 de septiembre de 2021

Historia de un hōkan

 -¿Kiharu, has terminado de prepararte?


La voz de su hermana mayor lo devolvió a la realidad. No, no había terminado, y debía darse prisa. Con manos veloces y precisas terminó de maquillarse, y se paró frente al pequeño espejo al acabar. Todo estaba en su sitio. La piel, ahora nívea, lo hacía parecer un cadáver danzante. 


Salió de la habitación a encontrarse con Mineko. Ella, amable, sonrió al verlo. A la dueña de la casa de té, en cambio, le cambió el rostro a una expresión de asco y horror absoluto, como cada vez. Estaba bien. Estaba acostumbrado.


Las despidió con una bendición, dirigida únicamente a Mineko. En la puerta les esperaba un lujoso coche negro, con un chófer vestido de manera impoluta que les abrió la puerta sin mediar palabra. Cruzó miradas con su hermana, pero esta mantenía una expresión neutra, pensando ya en el destino. Sin más ceremonia, se montaron en el automóvil y este arrancó.


El tráfico de Kioto, como era habitual, era lento. Su hermana mantenía los ojos cerrados, como durmiendo, así que su único entretenimiento era observar a las personas comunes que andaban por la calle en ese momento.


Vio a una mujer joven trajeada salir de una cafetería corriendo, cargando cuatro cafés para llevar en un precario equilibrio. Pudo observar a un pobre mendigo pidiendo en el límite de un callejón oscuro como la boca de un lobo. También pudo ver como todos los transeúntes se desviaban ligeramente para alejarse de aquel desgraciado. En muchos callejones se sucedían situaciones similares, y se obligó a aprender los rostros de todos aquellos marginados, pues él también fue así.


En ello estaba cuando uno de los rostros se le hizo familiar. Un hombre de mediana edad vestido de traje increpaba a uno de aquellos mendigos por ‘ponerse en su camino a propósito’. Aireado, le acertó una patada en el costado y el pordiosero se retorció de dolor en el suelo. El resto de la gente en la calle paró un segundo para observar y luego siguió andando como si nada. Pero no tuvo tiempo de sentir rabia por aquel desdichado, pues el hombre que le había golpeado le estaba mirando. Directamente, pues el cristal no estaba tintado. La sorpresa se veía en su rostro, y con horror creciente se dió cuenta de que ese hombre era a quien había asaltado en un callejón poco conocido del centro, tras ver que estaba algo borracho y era presa fácil.


Se agachó en el asiento en ese mismo instante, y además tuvo la suerte de que el tráfico comenzó a fluir más rápidamente. Con el corazón en un puño, se alejaron de aquella aparición de su pasado que le perseguía.


Según avanzaban, los recuerdos a partir de ese momento fluyeron sin cesar. Recordaba cuando se coló en la casa de té de la manera más sigilosa que pudo y aún así lo pillaron. Por algún milagro que seguía sin saber explicar, la gruñona dueña decidió mantenerlo. El entrenamiento fue duro, casi inhumano, pero al menos no tuvo que vivir más en la calle. 


Media hora más tarde, en las afueras de la ciudad, el coche aparcó frente a una gran mansión blanca. Un par de guardias flanqueaban la entrada, pero no hicieron el más mínimo gesto de detenerlas cuando cruzaron el portal. Una vez dentro, una criada les guió por los laberínticos pasillos, hasta una puerta de madera decorada con intrincados motivos. Las dejó allí y volvió por donde había venido, murmurando una despedida formal.


Antes de entrar, Mineko le puso una mano en el hombro con cuidado.


-Todo irá bien.


Él asintió. Se miró rápidamente en un espejo cercano y volvió a asentir, esta vez con más confianza. Llamaron a la puerta y una voz les indicó que pasaran.


La estancia estaba poco iluminada. Había varios muebles de aspecto lujoso, un candelabro que colgaba del techo y una barra de bar tras la que se situaba un camarero limpiando vasos. Lo más destacable, sin embargo, eran los dos imponentes hombres sentados en sillones en el centro de la sala. Grandes, gordos y sudorosos, los Reyes del Subsuelo de Kioto esperaban con sendas copas de sake en las morcillas que tenían por manos. Sonreían, mirándoles de arriba abajo.


Mineko dió un paso al frente, aparentemente calmada. Sin mediar palabra alguna, se colocó el shamisen* entre los brazos y comenzó a tocar la habitual dulce melodía. Ambos Reyes asintieron, complacidos. Él esperó su turno pacientemente.


La canción terminó y su hermana se alejó a colocar el incienso que marcaría el tiempo del que disponían los hombres de su compañía. Un intenso olor invadió la estancia, a la vez que daba unos pasos para situarse frente a ellos. 


Lentamente comenzó su danza, al ritmo de la música que tocaba Mineko. En esos momentos él divagaba, se dejaba llevar por la melodía y bailaba con pasos aprendidos a base de palizas y gritos. Por supuesto, no podía fallar. Lo llevaba en la sangre, decía la dueña de la casa de té a pesar de la repugnancia que le provocaba un hombre geisha.


Todo iba bien. En un giro de su cuerpo pudo ver como Mineko sonreía con sinceridad. Todo iba bien. Todo iba demasiado bien.


La puerta se abrió, pero él no interrumpió su danza. El corazón comenzó a latir con fuerza cuando reconoció al hombre que había pateado al mendigo, el hombre que le escupió en la cara desde el suelo del callejón antes de que huyera con todas sus pertenencias. 


Aquel hombre le había reconocido, se le notaba en la expresión. En absoluto silencio se acercó a uno de los dos peces gordos, al de la derecha. Le susurró algo al oído, y su expresión pasó de la calma a la furia. Sólo pudo escuchar fragmentos de la conversación, entre ellos hōkan* y sucia rata callejera. El hombrecillo se apartó mientras su jefe metía la mano en una caja ornamentada sobre una mesilla a su lado. La sacó, sujetando una bellísima pistola.


Su mente, que hasta ese momento iba a mil por hora, dejó de pensar. Dejó de sentir. Hasta le sorprendió lo poco que lamentaba aquel final.


Siguió bailando, pues era la única dignidad que le quedaba.


Siguió bailando, con una pistola apuntando a su cráneo y un dedo apretando el gatillo.





*Shamisen: instrumento usado por las geishas

*Hōkan: geisha masculino, a partir del siglo XVIII comenzaron a desaparecer.


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