martes, 6 de abril de 2021

La herencia de Oberón

La copa de vino tembló en su mano al escucharla llegar.


—¡OBERÓN!


Apuró el líquido de un trago y suspiró, sonriendo. Titania era maravillosa cuando se enfadaba. Con un gesto vago indicó al sastre que se retirara, quien con muy buen criterio lo hizo apresurado.


—¡Querida! ¡Qué agradable sorpresa!


Su reina subió los escalones de mármol que los separaban de dos en dos. Tenía el rostro crispado en una deliciosa mezcla de emociones: asco, odio, enfado y… ¿decepción? Vaya, esa era nueva.


—Déjate de juegos por una vez en tu miserable vida. Exijo una explicación. —le espetó.


Oberón sonrió como llevaba siglos haciendo, una mueca ensayada que le había librado de toda clase de penas en su juventud. Sin embargo, la Reina de las hadas no caería en sus trucos tan fácilmente. Le soltó un bofetón.


—Habla.


—Querida, resultas más atractiva cuando no te dedicas a ir por ahí abofeteando almas en pena. —dijo, acariciándose la mejilla dolorida.


—Habla.


—No te entiendo, mi reina. ¿Qué quieres que hable exactamente? ¿El traje cuya fabricación acabas de interrumpir de forma tan grosera?


—La humana, Oberón. Pensé que hasta tú respetarías esa norma. Tiene que marcharse.


El Rey de las hadas se sirvió otra copa de vino.


—Es mi invitada, querida Titania. No voy a echar a una invitada, piensa en lo mal que quedaría.


—¡Los humanos no tienen permitido visitar el Reino, Oberón! Tú mismo redactaste esa ley.


Las emociones controlaron al Rey por un momento. La luz de la estancia se extinguió y su figura creció hasta doblar su tamaño habitual.


—Es mi decisión, Titania.


Todo volvió a la normalidad. Cualquier habitante del Reino hubiera estado rogando clemencia, pero Titania solo chasqueó la lengua, contrariada.


—Cavarás tu propia tumba algún día con tus caprichos… querido.


Tras sus palabras, abandonó el lugar con paso digno, dejando a Oberon sumido en sus pensamientos.


Un mes más tarde, el Rey de las hadas se asomó a una preciosa cuna hecha de la más fina madera y las más suaves telas. El rostro de la recién nacida le devolvió la sonrisa, aunque la suya era cansada.


—Eres igual que tu madre… —susurró mientras las manitas de la bebé trataban de sujetar uno de sus dedos. — No debes temer, pues yo cuidaré de ti. Titania no está de acuerdo, pero jamás te haría daño. Crecerás sana y salva aquí con nosotros… Aïne.


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