«Ella ha estado bailando en tus sueños.
Ordenando sin mover los recuerdos.
Una vida nueva, a la orilla.
Despierta».
Y despertó, envuelto en un rebujo de mantas y sudor, un grito sostenido en los labios resecos. La respiración tardó unos segundos en acompasarse, al mismo tiempo que su cerebro frenaba aquella carrera, victorioso en su desdicha, contra las pesadillas. Maldita sea, el vaso de la mesilla está vacío.
Uno, dos y tres toques en la puerta.
—¿Desea el señorito que le sirvan el desayuno en la cama?
«Deseo que estos demonios desaparezcan y poder descansar».
—Sí, gracias. Encarga también un baño, Albert.
Los pasos se alejaron de la puerta, con diligencia pero sin prisa, a cumplir sus órdenes. Pronto volvieron, acompañados de un delicioso aroma a pan recién tostado y zumo exprimido con unas manos callosas. Un vrai délice.
Las clases matutinas olían a libro viejo y tabaco barato, amenizadas por aquella tos que no podía augurar nada bueno. Una breve disculpa y aquel tutor abandonó la sala, negando su evidente estado con tristes excusas y escudándose de él con cigarros mal liados.
Sus propios pasos lo acercaron al pozo. No al metafórico del cual salían oscuros pensamientos. Uno real, de gran profundidad y su seguro para abandonar el mundo. ¿Sería aquel el día? ¿Uno en el que se atrevieran sus pies a saltar?
Sus propios pasos lo alejaron del pozo. Decepción tras decepción. Estaba claro que la cobardía era la mayor de las guerreras.
Volvió a aquella cama, refugio y campo de batalla a la vez. Volvió a dormir, buscando aquella familiar sensación y la voz que lo perseguía noche tras noche.
«Ella sigue bailando en tus pesadillas.
Ordenando, desechando algunos recuerdos.
Una nueva vida, con el agua al cuello.
Despierta».
Por fin, no despertó.